Por
Norberto Chab

Osvaldo Sosa Cordero, folclorista y tanguero

ací en Yaguareté Corá, provincia de Corrientes, pero antes de cumplir los nueve años ya estaba radicado con mi familia en Buenos Aires. Llegué en una época que el tango estaba proscrito y empezó a escuchárselo, sobre todo, después que Gardel impuso “Mi noche triste (Lita)”.

«Yo traía de Corrientes una música que estaba limitada a muy pocos temas que se tocaban en el interior. En las estancias, en los ranchitos nunca faltaba un acordeoncito de dos hileras.

«En aquellos tiempos de mi niñez escuché primero a Juan Maglio, a Vicente Greco, a Francisco Canaro. Títulos como “El pollito”, “El apache argentino” (todo un suceso), “La payanca”, “El incendio”, “La guitarrita”, “El Marne”, todos fueron parte de mi formación tanguera.

«Todas esas grabaciones compradas por mi padre aún las conservo. Él tocaba de oído varios instrumentos y mi hermana mayor y yo fuimos los únicos de los nueve hermanos a los que nos dio por la música. Ella tocaba al piano los tangos de moda y ya no pude separarme, empecé a llevar el tango conmigo. Mi primer contacto directo fue de adolescente como bailarín, pero tuve que perfeccionarme para largarme a la pista de un cabaret. En esos lugares no se hacía el tango orillero, sino depurado, tango de salón con las orquestas de Canaro, Julio De Caro u Osvaldo Fresedo.

«Mi primera composición no es un tango sino una polca canción evocativa de mi ciudad llamada “Camba cuá”. Después me puse a colaborar con Samuel Aguayo, hasta que el director artístico de la casa Victor, Juan Carlos Casas me propuso escribir temas para Aguayo que no estuvieran en guaraní. Ahí nació “La naranjerita”. Al poco tiempo es el sello Odeon el que me contrató para formar el conjunto “Osvaldo Sosa Cordero y sus correntinos”, reunidos exclusivamente para grabar.

«El primer tango fue “Cotorrito bohemio”, luego “Labios vírgenes” y después “Embrujado [b]”, todos con música de Francisco Oréfice, que integró varias orquestas, entre ellas la de Pedro Laurenz y la de José Basso, aquí como primer violín. También escribí la milonga “Clavel”, firma la música Miguel Bucino y lo grabó Juan D’Arienzo en 1944, cantando Alberto Echagüe. Con el pianista José Ceglie compusimos “De pura cepa”. Dos grandes éxitos con Alberto Castillo fueron los candombes “Café [b]” y “Charol”. Otros “Yumbambé”, “Mozambique”, los tangos “Yo llevo un tango en el alma”, “Santa Paula”, “Para Corrientes”, “Vieja canzoneta”, “Ahí va el dulce”, una hermosa melodía de Juan Canaro.

«A fines de los cincuenta, ganamos un concurso con Sebastián Piana con el tango “Buenas noches Buenos Aires”. A muchos tangueros no les cayó en gracia este reconocimiento porque pensaban que era solamente folclorista y siempre fui más tanguero.

«Música no estudié, básicamente soy orejero. Siempre fui rebelde con el estudio. Me alejaba de la rigurosidad excesiva y de la disciplina. Me hubiera gustado, claro, para poder anotar mis cosas. Una vez, José Bragato me comentó: «La música es como las matemáticas. Cuanto más se sabe más complicada es para resolver. Vos tenés una llamita creadora y no necesitás más para seguir escribiendo. El día que te sumerjas en el mundo de la música, las dificultades que hay que sortear te van a apagar esa llama».

«Nunca formé una orquesta típica. Casi veinte años estuve con Los Correntinos, por eso me identificaban con el folklore, pero escribía tangos. Aunque a comienzos del cuarenta escribí una canción que tuvo una repercusión colosal, me refiero a “Anahí”. A tal punto que un matrimonio se lo quiso poner de nombre a una hija, en aquel tiempo no se permitían nombres raros, pero insistieron y era tan grande su difusión que finalmente, en el registro civil lo aceptaron.



«El advenimiento del tango canción debilitó las melodías para dar paso a las letras. Ya en los años veinte aparece otro hito porque el tango se hizo mas melódico, alcanzando cierta belleza musical que no pudo ser superada. Hubo un bajón en la década siguiente, los treinta. De nada sirvieron los esfuerzos de Julio De Caro con su Orquesta Sinfónica, pero apareció Juan D’Arienzo con su ritmo bailable y el tango cobró masividad. De allí proviene la década del cuarenta, un hito incomparable en la historia, en la que se sucedieron grandes nombres y una gran afición al baile. Hasta que llegaron los años de la decadencia, a comienzo de los sesenta.

«En los últimos meses de 1932, trabé amistad con Gregor Kalikian, director de origen armenio, radicado en Francia, pero que en ese momento actuaba en el Cabaret Casanova, en Buenos Aires. Era violinista y bailarín. Él había dirigido la orquesta que acompañó a Gardel en sus cuatro temas franceses. Me pidió que tradujera las letras al español y, como lo iba a acompañar nuevamente en unas presentaciones, se me ocurrió y Gardel aceptó, escribirle un tango. Yo hice la letra y Gregor con Oréfice la música. Previamente, una tarde muy lluviosa, lo pasamos a buscar por el Cine Select Suipacha, luego llamado Biarritz y en taxi fuimos a su casa de Jean Jaures 735. Allí, convinimos todo. Salió el tango “Embrujo [b]”, que estrenó en el cine-teatro Broadway, luego lo grabó, pero nunca salió a la venta».

Extraído de: Tango, un siglo de historia, 1880-1980.