Por
Edmundo Guibourg

En la memoria de un amigo

e podría decir la primera vez que lo vi. Fue en un comité político conservador de Balvanera, ubicado en la calle Anchorena, entre Celaya y Tucumán. Lo regenteaba un famoso caudillo, don Constancio Traversa, hombre de Benito Villanueva, este último legislador muy respetado aunque no un estadista.

El comité aquel era típico de la época del novecientos, con todas las características que describieron José Antonio Saldías, Alberto Vacarezza o Carlos Mauricio Pacheco en sus sainetes, con algo de ese clima que mi cuñado Samuel Eichelbaum puso en Un guapo del 900.

No tendría yo trece años y me acuerdo que iba al comité con mi guardapolvo blanco escolar. Había un muchacho, un gordito que tenía tres o cuatro años más que yo y cantaba con la guitarra que usó en ese comité el payador José Betinotti. El gordito era Gardel, y de Betinotti también me acuerdo: siempre vestía de negro con corbata crespón, parecía un funebrero.

Como amigo, a Gardel recién lo conocí en el año 1915. Un intelectual y reconocido drogadicto, el barón Demarchi, financió una compañía para hacer teatro en el Brasil, estupenda compañía, como que estaban Angelina Pagano, Enrique Muiño, Elías Alippi y, para cierre de fiesta, el dúo Gardel-Razzano. El apuntador de la compañía era gran amigo mío y tuve el gusto, antes de que partieran, de trabar amistad con los dos. Gardel era efusivo y abierto y Razzano más receloso. Además, Carlos era el más inteligente de los dos.

Dio la coincidencia que el vespertino Crítica me nombrara, en 1927, corresponsal en Europa y yo tuviera que viajar en el mismo barco que Gardel. Empezamos a recordar juntos nuestros años del Abasto y los maestros comunes que habíamos tenido aunque fuéramos a escuelas distintas. Pero todo nos era familiar: los puesteros, el mercado, el olor de las frutas y las verduras, los Ciccarelli, familia de actores que él conoció y fueron mis compañeros de aula. O el padre de Pepe Arias que vendía porotos y papas, pero de quien Pepe decía que había sido almirante porque parecía más chic.

Y los caudillos y matones y el guardaespaldas de Benito Villanueva, que vivía por la misma zona de Carlitos. Este quería tanto a ese Buenos Aires de suburbio que compró la casa de Jean Jaurés para su madre, para que viviera en la zona que tanto quisieron los dos para que volviera cómodamente su madre al rincón donde había sido planchadora.

Gardel quiso tanto esa casa como quiso a sus amigos y, por eso, la compró cinco veces. Cuando andaba de gira le mandaba el dinero a algún amigo para que comprara la casa. A vuelta de correo recibía una carta del amigo «de confianza». «Perdoname, hermano, pero tuve una fija y me jugué la guita». La historia se repitió cuatro veces y siempre Gardel se sonreía y pagaba. A la quinta encontró alguien realmente de confianza y la casa se compró.

Cuando estábamos en París éramos noctámbulos que nos levantábamos al mediodía. En una oportunidad, a eso de las 10 de la mañana, se me aparece Gardel y me despierta. «Levantáte —me dice— tenés que venir a almorzar». Me extrañó porque estaba a dieta. «Es que nos espera don Jacinto Benavente».

Y allí fuimos a almorzar con el dramaturgo español. Cuando se inició la conversación, Benavente dijo que nos había invitado porque le interesaba muy especialmente el lenguaje del tango. Y empezó a recordar aquello de «como con bronca y junando» y otras frases por el estilo. Le explicamos el significado y así entramos en confianza, se le soltó la lengua a don Jacinto, que era más bien reservado.

Nos contó casi una historia de la semántica española asociada con ese lenguaje lunfardo nuestro, que tenía para él, raíces en Lope de Vega y en Góngora. Señaló que el «hablar al vesre» nuestro es lo que ellos llaman jerigonza. Parece que Benavente había estudiado realmente a fondo el lenguaje de los pícaros españoles, especialmente los detenidos en la cárcel de Saladero, en Madrid. Es cierto que hay una serie de palabras comunes particularmente las andaluzas. Por ejemplo guita, chamuyar o gayola que es el lugar donde se encierra al toro antes de largarlo al ruedo.

«Pero lo que yo siempre supe, aún antes de escuchar sus tangos —le dijo a Gardel— es que descangayar es un viejo arcaismo español que significa asaltar por la calle. Y fíjese usted que a mí en Buenos Aires —agregó Benavente riéndose— me asaltaron justamente en la calle Cangallo. De manera que ese término nunca me sorprendió». Cuando nos despedíamos, Benavente le reiteró, muy efusivamente, a Gardel la importancia idiomática que encerraban sus canciones. Se imaginará la satisfacción que eso le causó a Carlos. No desperdiciaba oportunidad para decirme, muy ufano: «Mirá, y yo que creía que era sólo un cantante y ahora resulta que también soy lingüista».

Publicado en el diario La Opinión, Buenos Aires, 24 de junio de 1975.