Por
Roberto Selles

Rivero - El último reportaje

urante no mucho tiempo lo tratamos a Edmundo Rivero. Nos unió la casualidad de que ocupáramos un sillón en la Academia Porteña del Lunfardo —él, el que está bajo la advocación de Carlos Gardel; yo el que rememora a Dante A. Linyera—. Pero bastó ese breve lapso para que, además del excelente cantor que uno admiró desde la infancia, descubriéramos en él a un ser sencillo y cálido, cordial y generoso.

Nos reporteó alguna vez en su audición radial Hablando del lunfardo (Radio Nacional). Quisimos devolverle esa deferencia con otro reportaje que, por esas cosas de la vida, no llegó a publicarse.

Tarde ya, le pagamos el honor de aquella entrevista radial, querido Edmundo. Esta fue nuestra charla:

Nota del autor: Las charlas que componen el reportaje se realizaron entre octubre y diciembre de 1985. Durante el día 24 de este último mes, Edmundo Rivero sufrió una miocardiopatía que lo obligó a ser internado en el Sanatorio Güemes. Allí falleció el 18 de enero de 1986, a las 10.35 horas.

Estamos ante el último de los cantores nacionales. Quizás la frase recuerde a Fenimore Cooper. Pero ocurre que Edmundo Rivero es un poco aquel Uncas de El último de los mohicanos: es el representante final de una pléyade de cantores a punto de extinguirse.

¿Qué más puede agregarse? Su personalidad, su estilo, su comunicatividad son ya de dominio público. Don Edmundo va por la calle y todo el mundo lo saluda. Poco importa que no lo conozcan personalmente; lo ven por primera vez y darle los buenos días se convierte en una necesidad -él responde cordialmente-, porque este hombre ha pasado a ser patrimonio del pueblo, parte del pueblo mismo. En definitiva, sienten que él expresa lo que ellos quisieran decir y terminan por creer que Edmundo Rivero no es una persona sino la voz de una ciudad. Nosotros también lo creemos. Y no preguntamos. Dejamos que la voz hable:

Pompeya y más allá la inundación
—Nací bajo el mismo ciclo al que tantas veces he cantado con versos de Homero Manzi; el de Pompeya y más allá la inundación. Fue el 8 de junio de 1911, a unas cuadras de la iglesia de Nueva Pompeya; del paredón del Sur, que todavía queda en la calle Esquiú; junto al puente del Ferrocarril Belgrano, que entonces se llamaba Midland, exactamente en la estación Puente Alsina, de la cual mi padre era jefe. ¡Quién iba a decirme que 37 años más tarde iría a tocarme estrenar el tango que habla del paisaje que me vio nacer!

—Y con el cual se lo ha identificado desde entonces. A propósito, ¿cuándo entran en su vida el canto y la guitarra?

—En mi niñez, porque los chicos tratan de imitar a sus padres. Los míos —Máximo Aníbal Camilo Rivero y Juana Anselma Duró— cantaban, y de ellos aprendí las primeras canciones que entoné. Mucho después llevé algunos de esos cantares al disco. Por ejemplo, mi madre me enseñó “Milonga en negro”, escrita o recreada por el payador Higinio Cazón...

—Y qué tiene su antecedente en algún poema de Quevedo.

—Sí, no sé si Cazón habrá leído a ese poeta del siglo de oro. Como le decía, de mi padre aprendí “China hereje”, un vals de otro payador, Juan Pedro López. También a mi abuela le gustaba cantar. Recuerdo haberle oído varios tangos y milongas del siglo pasado. Aun no he olvidado aquellas viejas coplas: Dicen que no caben dos / en la cocina / haremos la prueba/ con Juan y Josefina o Por la Calle Larga / de la Recoleta / iban muchos negros/ con tamaña jeta o bien Vamos al prado / que hay mucho que ver:/ hombres a caballo,/ mujeres a pie.

Más adelante, mi tío Alberto —que integraba un trío de tangos— me enseñó a pulsar la guitarra y me pasó las notas del “Pericón Nacional”. En tercero o cuarto grado, llevaba mi guitarra al colegio para algún acto escolar, y a la salida cantaba por milonga algunas sextinas del Martín Fierro para mis compañeros.

Primer sueldo: un pescado
—¿Y en su juventud?

—Formé un dúo con mi hermana Lidia Eva. Más tarde, en 1929, llegué a la radio junto a mi hermano Aníbal, con quien también cantábamos a dúo. En aquel repertorio teníamos cosas como “La yegüecita [b]” o “Mirala como se va”, que acompañábamos con nuestras guitarras. El primer sueldo que cobré en la radio fue producto de un trueque entre la emisora —broadcasting se le decía entonces— y una casa anunciadora: ¡un pescado!... aunque a elegir entre pejerrey y merluza.

—¿Cuántos hermanos son ustedes?

—Los que le he mencionado y yo, con la curiosidad de que mi madre nos dio, nombres extraídos de los libros que leía. Aníbal —el mayor— debe el suyo al antiguo conquistador y no, como podrá creerse, a mi padre que también lo llevaba; Lidia Eva —la menor— a la región griega de Lidia, escenario de alguna obra literaria; yo, al Edmundo Dantés de El Conde de Montecristo. Mi otro nombre, Leonel, recuerda en cambio a mi bisabuelo inglés, mister Lionel Walton, qué murió lanceado por los pampas.

Los maestros
—¿Quiénes han influido en su estilo interpretativo?

—El canto es una manifestación emocional congénita. Por supuesto, nadie, está a salvo de las influencias. En ese aspecto, mi formación se debe a mis padres, mis tíos y los payadores e improvisadores —que son dos cosas diferentes— qué escuché.

—¿Y a Gardel?

—Aunque, fue el creador del canto tanguero, puedo decir que Gardel no me ha influido. Lo escuchaba en aquellas viejas radios a galena y me gustaba mucho, pero yo estaba en otra cosa. Todavía no cantaba tangos sino canciones sureñas: milongas, estilos, vidalitas y esas cosas. En cambio, sí aprendí mucho de la ópera, del lied. Ocurre que cuando uno conoce a Schubert o Beethoven o Rossini o Wagner, a los grandes músicos, puede volcar esos conocimientos en el tango.

El cantor de tangos
—Ya que tocamos el tema, Rivero, ¿cuándo aparece el tango en su vida?

—Hacia 1935...

—Vale decir que perdimos a Gardel y ganamos a Rivero... ¿Y cómo la cosa?

—Hermelinda De Caro me conectó con José de Caro —ambos hermanos de Julio y Francisco—. Así debuté cantando tangos en la agrupación de José de Caro. Dos años más tarde, pasé a la, orquesta de Don Julio. No duró mucho. El público paraba de bailar para prestarme oídos y eso a De Caro no le gustó nada. En conclusión, me quedé sin trabajo.

—Bueno, pero lo importante es que la gente dejaba de bailar para escuchar a un buen cantor. Eso debe haberlo alentado.

—Sí. Y ya nomás estaba cantando con Humberto Canaro —el hermano de Francisco y autor de “Gloria”—. Tras lo cual abandoné el canto por varios años: nadie quería contratarme y aun llegaron a decirme que con una voz tan gruesa debería estar enfermo de la garganta. Hasta que en el cuarenta y pico, casi de casualidad, entoné un par de canciones en radio La Voz del Aire. También de casualidad me oyó Horacio Salgán y me contrató.

—Después vino Pichuco, ¿no?

—Así es. Nos acercó Carlos de la Púa. El encuentro fue en un boliche. ¿Sabe que yo desenfundé la viola, canté algún tango, después se animó Troilo —que, aunque tenía voz ronca, era muy atinado— y nos olvidábamos del asunto que nos había reunido?... Fue recién a altas horas de la madrugada cuando el gordo lo recordó. El 29 de abril de 1947 grabamos nuestro primer tango en colaboración: “El milagro”, de Pontier y Expósito.

Sur
—Un título significativo, porque allí comienza su éxito. Dígame, Rivero, cuando usted grabó esa joya de la discografía tanguera que es “Sur” con la orquesta de Troilo, modificó algunas palabras de la letra ¿no es así?

—Sí, cambié florando por flotando. ¡Qué hermoso término, florando! Lo que pasa es que cuando comencé a e cantarlo, el público no comprendía el significado de ese verbo; me preguntaban qué quería decir.

Entonces, con el consentimiento de Manzi, lo reemplacé por flotando. También en la segunda parte hice un cambio: troqué «y mi amor y tu ventana» por «y mi amor en tu ventana». Por supuesto, Homero estuvo de acuerdo. Ponga esto: en la historia de la música, el cantor popular está autorizado a agregar algo de su personalidad a letras y melodías, a fin de identificarse con ellas, siempre y cuando no cambie el sentido ni el contenido del texto. Esto último suele ocurrir, en lo instrumental, con muchos músicos modernos que desvirtúan las melodías. Se puede hacer mil variaciones, pero luego de tocar la obra original.



El cantor nacional
—Sí, muchas cosas han cambiado en el tango. Algunas, para bien, otras, para mal. A propósito, usted es el último de los llamados «cantores nacionales», es decir los que además de tangos interpretaban el cancionero provinciano. Entre las mujeres sigue haciendo lo propio Nelly Omar. ¿Por qué se ha perdido el cantor nacional?

—Todo se debe a la forma de vida, a los cambios operados en la ciudad. Antes, los barrios estaban cerca del campo. Por eso mis padres cantaban canciones camperas, no tangos. Además, todavía se podía oír a los payadores —yo acompañé a algunos de ellos con mi guitarra—. Para entonces solía escuchar tangos en la radio, pero no para practicar ese género; eso vino después. En aquella época, me interesaba sobre todo la música sureña: décimas, largos relatos gauchos, algunos de los cuales llegaban a durar hasta 25 minutos.

—¿No cree que el auge de la orquesta típica en los 40 contribuyó a esa pérdida?

—Es posible. Si bien entonces había cantores nacionales, los que pasaban a las orquestas no interpretaban ya el repertorio campesino.

La milonga
—También se ha perdido la milonga auténtica. Usted es uno de los pocos que han conservado la índole de la milonga. Podría arriesgar otros contados nombres, como el de Rosita Quiroga o el de un Gardel anterior a la década del 30.

—Es que yo he conocido las viejas milongas, como aquellas que cantaba mi abuela y otros parientes, ya que tengo la suerte de que casi todos mis antepasados eran criollos. Ella, mi abuela, era de mil ochocientos y tantos, así que conocía bien el origen, sin haberlo estudiado, que por otra parte, a nadie se le habría ocurrido, entonces, haber escrito sobre aquellos incipientes géneros musicales. Las había aprendido de oírlas cantar por las calles. Esas coplas eran todas cuartetas y algunas, muy picarescas, como la de Juan y Josefina que ya le dije. Pero usted se refiere a la autenticidad...

—Sí. La vieja milonga de los guitarreros no tenía ritmo de habanera. Eso lo agregaron músicos como Francisco Hargreaves que las escribieron para piano y luego quedó fijado en las milongas de Sebastián Piana y en la posterior milonga orquestal.

—Es muy cierto. Yo todavía hago la milonga clásica, aquella que nació en el arrabal, que era el límite entre el campo y la ciudad, y luego se extendió a ellos. Y también la uruguaya. que es diferente a la nuestra. (Entona el ritmo de la milonga uruguaya, que comienza en el alevare).

—Usted se refirió a las milongas picarescas, ¿y los viejos tangos?

—¡Cuantos títulos descarados! Muchos de ellos se modificaron luego para las partituras, como los que vinieron a llamarse “Cara sucia” o “La cara de la luna”. Pero hubo casos en que el título original quedó, aunque disimulado en las ilustraciones de las carátulas de las ediciones. Por ejemplo, uno titulado “Dos sin sacar”, en la tapa de cuya partitura un avispado artista había dibujado una escena de baile con dos muchachas sentadas, es decir, «dos sin sacar», sin sacar a bailar.

En un viejo almacén del Paseo Colón
NdA: Esta charla se llevó a cabo en El Viejo Almacén. Pero no fue realizada totalmente allí. Se completó con otros dos encuentros; uno en un café de la avenida Santa Fe, el otro en la Academia Porteña del Lunfardo. Imposible obviar, en consecuencia, ese templo del tango donde transcurrió la mayor parte del diálogo y que se halla a pocos metros de Paseo Colón, donde Juan Andrés Caruso ubicó aquel viejo almacén mencionado en el tango “Sentimiento gaucho”, que le dio nombre.


—Rivero, ¿cómo surgió la idea de instalar El Viejo Almacén?

—Fue una ocurrencia de Carlos García y Álvarez Vieyra. Y también mía. El proyecto nació una noche, mientras nos encontrábamos cenando. Nos entusiasmamos y tratamos de ubicar un sitio adecuado. Y lo encontramos en una antigua casona de Independencia y Balcarce. Era un edificio con historia; en tiempos de la colonia había funcionado allí el Hospital de Hombres, más tarde se convirtió en el Hospital Británico —donde se llevó a cabo la primera operación con anestesia en Sudamérica— y luego fue una tienda de ultramarinos. El tiempo parecía haberse demorado entre aquellas paredes. Era lo que necesitábamos.

El 8 de mayo de 1969 lo inauguramos. Aquella noche actuaron los binomios Horacio Salgán-Ubaldo De Lío y Ciriaquito Ortiz-Edmundo Zaldívar, la orquesta de Carlos García y los cantantes María Cristina Láurenz y Félix Aldao. La presentación estuvo a cargo de Horacio Ferrer. Por entonces, compusimos una milonga con Horacio. La titulamos “Coplas del Viejo Almacén” (La voz profunda y comunicativa del cantor nos arrima una de las coplas): En este Viejo Almacén / tengo un coro de gorriones./ sabios, poetas y chorros; / se mezclan por los rincones / un tango de antiguos sones / y un son de tangos cachorros.

Rivero en Japón
—Fue por entonces cuando usted viajó al Japón...

—Un año antes, en el 68. Podría contarle tantas cosas acerca de ese pueblo maravilloso... Algo que me impactó y habla de la sabiduría de los japoneses: yo había observado que todas las mañanas la gente se inclinaba ante la puerta de su sitio de trabajo; no comprendía el motivo y lo averigüé; me respondieron que acostumbraban a hacer eso para agradecer a Dios por haberles dado un día más de trabajo. Otra cosa: cuando hacen huelga, los japoneses van a trabajar, pero usan un distintivo que indica su adhesión a la misma. Es un pueblo con una cultura y una filosofía milenarias. Nunca podré olvida el cariño, la admiración y la cortesía de los japoneses durante mis actuaciones.

El lunfardo
—Pasando a otro tema, usted es el primer compositor que ha puesto música al soneto lunfardo.

—Nadie lo hizo antes. seguramente, porque el soneto es breve y difícil de musicalizar, debido a sus tercetos. A mí me interesaron porque tanto esa forma poética como el vocabulario lunfardo son sintéticos, en pocas palabras pintan al mundo. Además, las acepciones lunfas embellecen la poesía. He rescatado para el cancionero a los grandes poetas de nuestra jerga: Carlos de la Púa, Felipe Fernández Yacaré, Iván Diez, al principio; Celedonio Flores, después; finalmente, algunos de los actuales, entre ellos Juan Bautista Devoto, Nyda Cuniberti o Enrique Otero Pizarro, ya fallecido, que firmaba como Lope de Boedo y escribió sonetos tan estupendos como éste que se titula “Dos ladrones”:

Hay tres cruces y tres crucificados
en la más alta, al diome, el Nazareno.
En la del wing lloraba el chorro bueno
mangándole el perdón de sus pecados.

Escracho torvo; dientes apretados,
marcaba el otro lunfa el duro freno
del odío, y destilaba su veneno
con el rechifle de los rejugados.

¿No sos hijo de Dios? Dale. Salvate.
Sos el Rey de los Moishes, arranyate.
¿Por qué no te bajás? ¡Dale, che, guiso!
Jesús ni se mosquió. ¡Minga de bola!
Y le dijo al buen chorro: Estate piola
que hoy zarparás conmigo al Paraíso.


—¿Qué bonito, no?...

—Sin duda, un poeta «a la gurda», como correspondería decir. Pero, generalmente, usted recita el primer terceto, ¿por qué?

—Lo hago simplemente para variar.

Cuando, llegue el final, si la de blanco/ me lleva con el cura antes que al hoyo,/ que el responso sea el lunfa, así lo manco./ Yo no aprendí el latín, de puro criollo. ¿Qué me dice de estos versos?

—¡Ah, sí! Pertenecen a un poema mío, “A Buenos Aires”. ¿Qué otros poemas lunfardos ha escrito?

—Unos cuantos... Todos sobre personajes que he conocido, que me ha acercado la noche, como Aldo Saravia, el de la toalla mojada. Lo conocí «en un ambiente turbio de nocheros», quinieleros, malandras, cafishios. Saravia solía contar sus aventuras como explotador de mujeres. Decía que las fajaba con una toalla mojada y que tenía diferentes técnicas, como las de agregar sal fina o gruesa al agua en que la sumergía, según los casos. Y refería todas estas cosas con una voz especial, de pesado, que sólo usaba de noche. En realidad, había cierta confabulación, entre quienes lo escuchábamos, para creerle todas esas fantasías. A Osvaldo Pojatti le escribí un soneto que titulé “A un nochero que quiso ver el sol”. Pojatti era un nochero bravo, respetado por malandrines y policías. El amor lo arrancó de las sombras nocturnas y terminó, con una esposa y tres hijas, levantándose con el sol. Otro de esos personajes es Domingo, el conserje de un hotel marplatense. Parábamos allí con Julieta y Domingo nos trató siempre con el mayor respeto. En una oportunidad, caímos a Mar del Plata y el conserje inesperadamente nos abrazó y comenzó a tutearnos. No entendíamos nada. Después nos aclaró: «Ahora soy un hombre de la noche como vos, Edmundo, ¡qué fenómeno es el ambiente nochero! Desde que laburo de cheno soy otra persona». Un tipo así no se me podía escapar y le escribí “A un nochero”. Siempre se sintió honradísimo con la última estrofa, en realidad, iba a modo de cargada:

Veo en vos a Cacho Otero,
a Picabea, a Ruggero,
Julio el Gallego y con él
a cafilos y punguistas,
cuenteros y descuidistas.
¿Querés más?... ¡Vos sos Gardel!


—¿No se le ha ocurrido publicar esos poemas en libro?

—No sé... Escribo mis poemas para mis amigos. Pero, tiene razón, quizás alguna vez publique los que he escrito sobre personajes de Buenos Aires. Ahora estoy escribiéndole a los pintores porteños.

Hoy se canta de otro modo
NdA: El tema de la poesía lunfarda surgió en un bar de la avenida Santa Fe. Cuando nos sentamos a la mesa, pedimos el café de ritual. Rivero nos sorprendió preguntándole al mozo si había mate cocido. El hombre asintió. Mientras el cantor vertía el agua caliente sobre el saquito de yerba, nos comentaba: «En pocos boliches tienen mate cocido. Es una lástima. En todos estos sitios tendrían que venderlo. Deberíamos acostumbrarnos a pedir esta infusión criolla en cambio de café». Sí, Rivero es un auténtico criollo. Un hombre que, como lo hace con el mate, ha bebido el cancionero argentino en sus fuentes. Por eso, en el siguiente encuentro —esta vez en El Viejo Almacén— soltamos la pregunta con respecto a los cambios que se han operado en la canción ciudadana.

—Usted ha conservado la pureza de nuestras especies musicales, pero también ha cantado a Piazzolla. ¿Qué opina del tango actual?

—Hay muy pocos o se difunden pocos de ellos.

—Estoy de acuerdo con esto último. Sé de muchos autores —y soy uno de ellos— con una gran cantidad de tangos que nadie canta. Pero, ¿cómo ve el tango presente?

—Los tangos de hoy —al menos, los que he escuchado— cantan a la luz de mercurio, al asfalto. No tienen el calor ni el color de la cosa pasada; aquello que cantó Manrique: «Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte» el ubi sunt que anda por tantas viejas letras. Además, hoy se canta de otro modo. Ya los chicos no ven cosas que les embellezcan la vista o el espíritu. Todo está en el paisaje. Mire esos edificios modernos: lisos, cuadrados; cuando antes, la arquitectura estaba poblada de ornamentos. En consecuencia, hoy el tango no se adorna. Además, nuestro género es muy difícil, porque en él es mejor contar que cantar. Lo ideal es hacer las dos cosas y, además, adornar el canto. Esto de los adornos lo introdujo Gardel en el tango cantable.

—Es verdad. Y también Gardel estrenaba tangos continuamente, cosa que ahora, por cierto, no ocurre.

—Sí, pero así le iba. Tenia que cantar en el exterior porque aquí aplaudían a cualquiera.

—Sí, así fue. Pero hoy en día, los cantores de tevé o tanguerías, además de no interpretar —nuevos tangos, hacen un repertorio— for export, como ahora se dice.

—Porque los turistas son quienes, generalmente, concurren a esos sitios. Y ése es otro problema. Un obrero, un empleado, no pueden ir a los lugares de tango. ¿Sabe por qué? Porque a causa de los altos costos actuales, es imposible que haya espectáculos baratos.

—De todos modos, sigue habiendo cantores de tango. Aunque muchos de ellos han heredado, lamentablemente, los defectos de los malos intérpretes. Creo que nadie está tan autorizado como usted para opinar cómo se debe cantar, cómo deben hacerlo los nuevos cantores que, en definitiva, son los sucesores del pasado.

—Como ya dije, es bueno que cuenten y canten. Que tengan su estilo. El cantor debe ser como el pájaro: cada cual canta en su rama.

Nos despedimos. Estrechamos la mano tan grande como fraternal del cantor. Tomamos la calle Balcarce hacia el norte. La calle se empecina en retener un pasado de tango. Volvemos la vista hacia la esquina de Independencia siempre habrá una esquina-; allí, en el árbol que ha plantado la devoción del pueblo, Edmundo Rivero sigue cantando en su rama.

Sábado 18 de enero de 1986. La tevé nos tira la noticia, que se nos clava en el alma. En la derecha, nos duele el recuerdo de la mano grandota de Edmundo Rivero. Hay un árbol con una rama solitaria.

La ciudad se ha quedado sin voz.

Originalmente publicado en la revista Todo es Historia, dirigida por Félix Luna, septiembre de 1987.