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Por
Juan Manuel Peña

Enrique Gómez Carrillo y su defensa del tango

nrique Gómez Carrillo fue periodista y cronista nacido en Guatemala, en 1873, y muerto en París en el año 1927. Hombre muy viajero, autor de numerosos libros, en una cantidad superior a los cien, hoy puede considerarse un autor casi olvidado. Entre sus libros, varios de viajes, la ciudad de Buenos Aires también estuvo entre sus visitas y sobre la misma escribió el libro El Encanto de Buenos Aires, aparecido en 1914, que tenía un capítulo llamado El Tango.

Estuvo casado varias veces, la última de ellas con una hermosa salvadoreña, Consuelo Suncin, que luego fue la esposa del famosos aviador francés Antoine de Saint Exupéry, el autor de El Principito, desaparecido en una misión de reconocimiento en 1944, en Francia, y que fue piloto en los años 30 en nuestro país, en la Patagonia, asiduo concurrente al Chantecler y al Armenonville y que declaraba a quién quisiera oírlo: «A mí solo me gusta el tango argentino».

Referido a nuestra música escribió Gómez Carrillo, producto de una visita que hizo a un peringundín de la Boca en compañía de un porteño llamado Thuiller y del novelista español Vicente Blasco Ibáñez, el autor de Sangre y arena y Los cuatro jinetes del apocalipsis. En dicho escrito Gómez Carrillo critica un poco la visión extranjera y también la de algunos escritores como Leopoldo Lugones, Enrique Larreta o Ezequiel Martínez Estrada sin mencionarlos, sobre nuestra música ciudadana, que anatematizaron oportunamente el tango argentino y su generosa difusión.

Escribe el autor mencionado, haciendo una lúcida descripción de ambiente en esta página del tango que hemos rescatado:

«Más que ordinario resulta el antro en el cual acabamos de penetrar. En una vasta sala sin ningún adorno, sin papel siquiera en las paredes y apenas iluminada por unos cuantos mecheros de gas. En el fondo, en una especie de jaula de madera, seis músicos preparan sus instrumentos. Amontonados alrededor de algunas mesas sucias, un centenar de parroquianos beben, charlan, ríen. Al principio es difícil darse cuenta del aspecto de la gente. Los hombres, delgados y jóvenes, en general, con sus sombreros hongos y sus cabellos largos por detrás, parecen responder a lo que se llama el tipo del «compadrito»

Y sigue el escritor: «Las mujeres forman una humanidad más heterogénea. Las hay que resultan verdaderas niñas, con sus grandes ojos cándidos muy abiertos en sus rostros sonrosados, y las hay que tienen caras de abuelas, de tal modo la edad está marcada en las arrugas de sus mejillas. Pero las más inquietantes – y las más interesantes también –no son ni éstas ni aquellas, sino las muchachas delgadas, pálidas, ojerosas y serpentinas, que, con una sonrisa uniforme, miran a todo el que entra de una manera espectral y provocante».

«Los harapos vistosos de las pecadoras son, en efecto, tan variados como sus tipos. Hay mujeres gordas y maduras que ostenta con orgullo trajes de Claudinas, dejando descubiertas las redondas pantorrillas con un aire que quiere ser infantil y no es sino infame. Las hay también jóvenes, muy pintadas y muy coquetas, que realizan el triste milagro de parecer elegantes con trapos de hace diez años. Y las hay ingenuas y gentiles que unen un corpiño de baile a una falda tailleur. Y las hay que, renunciando a toda lucha, proclaman, con su lamentable abandono, la miseria de las supremas derrotas…».

Y nos cuenta Gómez Carrillo de la música que suena al comenzar a tocar la orquesta: «Es el mismo que oído en todo el mundo, a todas horas; es el tango clásico, el más conocido de la gente, el que hasta los organillos de Oriente saben ya tocar». Y pondera el escritor de que sean esas mismas notas de tangos que sirven a las parisienses en sus fiestas donde bailan el tango porteño para animarlas. Son estas mismas notas que suenan en este peringundín, las del tango que triunfa en París noche a noche.

Y bailan las parejas, juntándose diez o doce de ellas. «Y pasan ante mi observatorio sin prisa, ni violencia, casi sin entusiasmo, contando, sin duda, los pasos, preparándose para los cortes, cuidándose de no equivocarse… Y poco a poco la atmósfera se anima, no con la vida ardiente de la Bombilla madrileña, donde las parejas se ciñen en abrazos apretados, sino con la fiebre algo artificiosa y algo teatral de los tés parisinos…»

Agregando: «…Viendo pasar y repasar las parejas, yo me pregunto cuales pueden ser las razones para que esta danza haya provocado, no solo los anatemas de los obispos, sino también el entredicho de la sociedad porteña». Y definiendo además «Y cuando alguien dice que en una embajada argentina se ha tangueado alguna noche, su excelencia, el señor embajador hace cablegrafiar a su país, protestando contra tal calumnia. “Eso mancha la reputación de nuestras damas”, ha escrito uno de los espíritus mas distinguidos del país…»

Y defiende Gómez Carrillo desde su visita a este pobre salón de un barrio donde también nació el tango: «… ¿Eso…? Al contrario. Eso, en el bouge donde antes no veíamos sino miseria y vicio, crispación y sordidez, ha creado, en el acto, con la magia de su ritmo pausado y señorial, que parece alargar las siluetas y afinar los talles, una atmósfera de fiesta galante, mundana y comedida».

Para terminar: «…No reconozco, en efecto, en estas parejas ni a los compadritos del hongo sobre la oreja ni a las tristes pecadores de los harapos disparatados. Sin enlazarse, casi sin tocarse, mirando más sus pasos que sus rostros, sonríen con una sonrisa grave, igual en todos los labios, y ondulan pasos complicados, como si estuvieran celebrado un rito de ceremoniosas armonías».

Gómez Carrillo pregunta en el final de este capítulo: «¿Dónde está el pecado, donde está la perversidad, dónde está la lascivia en esta danza? Es más: ¿dónde está el voluptuoso abandono de casi todos los valses vieneses?»


Bibliografía:
Aira, César. Diccionario de Autores Latinoamericanos. Emecé, Buenos Aires, 2001.
Gómez Carrillo, Enrique. El encanto de Buenos Aires, Madrid, 1914
Se dijo del tango. Revista Tanguera. Nº 30 Buenos Aires, sin fecha de edición (c.1962).