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Por
Edmundo Rivadaneira

15. Tango mío

arece ser que la voz tango era parte orgánica importante de la vida musical de los negros que poblaban la costa atlántica hispanomericana, desde el Río de la Plata hasta México. Esto ha llevado a pensar en el probable origen africano del tango. Su ritmo, al menos, ha sido rescatado como un componente de indudable procedencia africana.

De cualquier manera, tratándose de «una cosa de negros», el tango asomó asociado fatalmente a un injusto y cruel desprestigio racial. De ahí que en 1788 se prevenía en contra de los bailes negros, «por el bien de la religión, del Estado y del público».

Tales bailes se llevaban a cabo en los «tambos». Que no eran sino vaquerías, albergues o ventas donde los negros realizaban reuniones festivas y donde «negros de ambos sexos se dedicaban al tambo y bailes indecentes».

Es muy posible que la voz tambo se haya convertido en la voz tango, en alguna ocasión en que se asentó el término en un documento. En todo caso, el tango se desarrolló en la práctica como un audaz y atrevido, prohibido y repudiado, considerado indigno y lesivo, contrario al honor y la moral de las personas, sobre todo de las mujeres.

Sin embargo, el tango prosiguió su camino, a través del cual va tomando forma y clarificando poco a poco su contenido y sus alcances. Viajó inclusive a Europa, al igual que lo hicieron otras manifestaciones de la cultura latinoamericana de la época, en calidad de materia prima que más tarde retornaría elaborada.

De Europa volvió, en efecto, enriquecido en su morfología y hasta sofisticado. De paso por la ciudad de La Habana, adquirió formas ya decisivas y de ahí el nombre de habanera con que se le conoce durante un tiempo.

Arraigado como expresión propia de los pueblos rioplatenses, se llamará «tango-habanera». Finalmente, se radicará para siempre en la palabra «tango», acerca de cuyo significado y características sociológicas, históricas, musicales y literarias se ha dicho y escrito muchísimo.

De los tambos donde los esclavos negros se congregaban para celebrar sus jolgorios habituales, el tango pasó a la ciudad. «Llevaba un hálito tibio de pecado —dice Ezequiel Martínez Estrada—, resonancia de un mundo prohibido, de extramuros. Despúes echó a rodar calles en el organito del pordiosero, para adquirir ciudadanía. Se infiltraba clandestinamente en un mundo que le negaba acceso. Así, a semejanza de la tragedia en la carreta, llegó a las ciudades hasta que entró victoriosamente en los salones y los hogares, bajo disfraz».

Parecido proceso de asimilación y posterior dominio triunfal se operó con el jazz en los Estados Unidos. El pueblo suele a veces conquistar las altas esferas, no por las armas, sino por intermedio de la música. Impone, en último término, su sensibilidad ancestral y hace cantar y bailar a quienes, en cambio, le imponen su sistema. También el vals entró en los elegantes salones de los emperadores de Austria, precedido de olores de panadería y romances populares.

El caso, es, en fin, que el tango culminó su larga historia, terminando por ser uno de los aspectos más sugestivos y valiosos de la cultura rioplatense. Desde los escarceos lujuriosos de los negros ha llegado a ser aquello que el maravilloso Discepolín dijo del tango argentino que no es sino «un pensamiento triste que se puede bailar», porque «la tristeza es el corazón que piensa». Edmundo Eichelbaum dice, en su biografía de Carlos Gardel, que el tango es una síntesis de muchas tristezas diferentes e individuales.

Era de Gardel de quien, precisamente, queríamos hablar a propósito de conmemorar el próximo diciembre el centenario de su nacimiento. Este 1990, es, pues el año de Gardel.

No superado hasta la fecha, cuando Carlos Gardel está cantando mejor que nunca, evocar su arte y su personalidad es rendir homenaje al pueblo en cuya alma caló tan hondo el Morocho del Abasto. En el marco de su genio musical y el amplio repertorio de sus canciones, cabía el perfil de la «mersa maleva» al lado de expresiones elevadas. Del lunfardo en el que Gardel era verdadero maestro, pasaba a ser explícito y claro como el agua. De un lenguaje de réprobos cifrado por necesidades de la comunicación clandestina, Gardel pasaba a las canciones menos comprometidas. Y todo ello en alas de una voz única, gracias a la cual podría modular la profundidad de los significados humanos, sociales o puramente románticos.

En el precioso libro de Sabat, Tango Mío, se resume la historia moderna del tango. Uno puede escoger, de sus páginas, el exponente que más le guste, entre Eduardo Arolas y Astor Piazzolla, para quien, no obstante, la voz de Gardel jamás miente, «y si canta cada día mejor será porque los discos ensayan por la noche».

Edmundo Rivadaneira: Nació en 1920. Periodista, ensayista y escritor, su obra Novela italiana de la segunda posguerra obtuvo el Premio Universidad Central en 1959. Igual distinción obtuvieron Capítulo de la memoria en 1967 y La novela ecuatoriana en 1978. De sus obras publicadas se mencionan Mi encuentro con el hombre, Dieciséis cuentos ecuatorianos, La condición humana a través de Frankestein y Drácula, Cuadernos de itinerario y Recopilatorio. Fue vicerrector de la Universidad Central y decano de la Facultad de Artes. Actualmente se desempeña como profesor de la Escuela de Ciencias de la Información. Rivadeneira es columnista de importantes medios de comunicación.