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Por
Galo René Pérez

14. Gardel en su tumba de Chacarita

e ha dicho que un paseo callado por el interior de los cementerios vale tanto como la mejor lección de filosofía. Ir despacio por en medio de esa fría geometría de rectos caminitos, de cipreses inmóviles, de mármoles y de muros blancos alineados con una disciplina definitiva, ayuda en efecto a meditar en nuestra natural exigüidad: en ese tope final, común e inevitable, de nuestros alientos. Las ciudades de los muertos, como situadas en un occidente preciso donde todo va declinando —el calor de los afectos, la luz de las evocaciones, el brillo de la fama y de la fortuna—, se asemejan entre sí, no obstante el diverso carácter de los pueblos.

En las grandes urbes, colmadas de millones de vidas, los cementerios se multiplican sin tregua, para alcanzar a recibir las ramas desprendidas, quebrantadas, de esa abundosa fronda humana. Y dilatan ellos, además, sus dimensiones, en grado que impresiona: son como un abrazo de gigante en el que van cayendo, hora tras hora, decenas de cuerpos empujados por la muerte.

Buenos Aires tiene una necrópolis —un lugar de queda según el viejo decir que ha ido adquiriendo extensión enorme: es el cementerio de Chacarita—. Está no lejos del centro de la capital. Y, como es lo ordinario en estos sitios, se han establecido frente a su entrada mercaderes de flores, que las venden en ramos suaves, tersos y frescos, aunque de anticipado aroma funeral. Este último detalle es motivo de rara repulsión en el fondo de nuestras intimidades. Pero hay muchos visitantes dispuestos a comprar la simbólica ofrenda antes de hacer camino por los rincones de Chacarita en que yacen sus deudos.

En una mañana de octubre de algún año quise a mi vez recorrer, por la simple tentación de hacerlo, ese tranquilo horizonte de vidas apagadas. Me fui pues perdiendo en su laberinto de rigideces. Al andar únicamente sentía el eco límpido, neto, de mis pasos, que quizás era la respuesta justa a las eternas oquedades del contorno, individualizadas con nombre y número para cada prisionero de su ración de sepultura. Caminaba desprevenidamente. La presencia del mármol y de la piedra lisa de los mausoleos no cesaba de castigarme con las severas impresiones que filosóficamente recogió Salomón en su viejísimo libro del Eclesiastés. Los haces de flores que expiraban al pie de esos túmulos me parecían la representación de la marchitez humana que se escondía bajo tierra. Y discurriendo así, de un lado para el otro, bajo los caprichos del azar, fue como me encontré de pronto ante una figura humana trabajada en bronce, en tamaño natural, que se erguía sobre un plinto de piedra. El ademán de esta escultura (porque en efecto lo tenía) era como el de alguien que gozó en su existencia de una habitual fuerza comunicativa, y que sin duda se vio rodeado de vehemencias admirativas y de pasiones y afectos. Para ser verdadero aseguraré que, como corroborando el aire y el gesto que creía advertir en la estatua, había en ese mismo instante, en torno de ella, gente de la más diversa condición.

Y movido yo precisamente por tal circunstancia, me aproximé a averiguar cuál era la probable figura ilustre que concitaba tanta atención. Lo primero que observe fue la actitud de una anciana que apoyaba sus codos sobre la piedra de dicha tumba para hacer tal vez una oración, entrelazando expresivamente sus dedos descarnados. Minutos después vi llegar a un grupo de niños de escuela. Vestían delantales blancos, igual que su maestra. Hablaban sin casi prestarse atención. Pero obedecían a quien les conducía, sobre todo en el afán de adornar el lugar con ramos de claveles y de rosas. Parte de éstos se fueron efectivamente colocando frente a la urna funeraria, que se hallaba casi arrimada al monumento de bronce.

Me encontraba muy cerca para advertirlo todo. Y de veras me placía comprobar que también me había sido un ser querido el hombre al que estaban destinadas aquellas consagraciones. Impresiones de infancia y de juventud me unían a su recuerdo. Predilecciones de ahora, también. Leía pues, en ese momento, las decenas de placas que repetían, en distintos tamaños, el nombre de Carlos Gardel, y que me revelaban que ahí, junto a la hermosa escultura de Chacarita, estaban las cenizas de ese inolvidable cantante que murió, en un accidente aéreo, hace media centuria. Observaba que sus leyendas provenían de amigos, de compañeros, de centros folklóricos, de organizaciones musicales, de empresas de cine, y hasta de personas innominadas que han confesado en caracteres de perennidad su orfandad amorosa.

¿Cómo hay que explicar esta adhesión afectiva tan múltiple y tan constantemente renovada? Pues de la manera más neta y sencilla: recordando que el tango triunfó allí y en casi todo el mundo al conjuro de la voz inconfundible de Gardel. Porque aquello que tiene características de cosa única en cualquier arte, sea mayor o menor, cuenta con posibilidades más firmes de adquirir el mérito de los inolvidables. El tango, como lo cantó Carlos Gardel, suena aún esa su melancolía que cautiva, por todas partes. Pero él no sólo fue un intérprete, sino un creador sensible de la música popular de su patria. Supo en efecto componer canciones en las que jamás faltaron las ternezas nostálgicas de su tierra porteña.

Todo ello, naturalmente, ha sido causa para que no dejara de levantarse hacia Carlos Gardel y sus tangos el corazón conmovido de su pueblo.


Galo René Pérez: Novelista, histonador y ensayista, nació en Quito en 1923. Fue presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana y actualmente es director de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Sus obras más destacadas son Confesión insobornable (dos volúmenes); Tornaviaje y la Historia crítica de la literatura hispanoamericana (dos volúmenes). Recientemente publicó Un escritor entre la gloria y las borrascas, Vida de Juan Montalvo considerada por la crítica especializada como una de las biografías más completas realzadas sobre la vida y la obra del gran escritor y político ambateño.