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Por
Alfredo Pareja Diezcanseco

13. Carlos Gardel y el tango

n día de 1935, cuando vivía aún en Guayaquil recibí, junto con mis colegas del Grupo de Escritores, la infausta noticia. Formábamos el Grupo entonces sólo los primeros cinco. Por ello, el día de los funerales de José de la Cuadra, fallecido prematuramente en 1941, exclamó Enrique Gil Gilbert: «¡Eramos cinco como un puño!».

No me encontraba yo entonces en Guayaquil, pero a poco de mi retorno, se nos dieron los detalles del fatal avión en Medellín, que cayó envuelto en llamas.

Cuando, luego de algunos anos, nuestro pequeño grupo inicial se extendió y ganó con la presencia de Adalberto Ortiz, llegado de la íntima negritud de su Esmeraldas; de Ángel Felicísimo Rojas, lojano, pero guayaquileñizado; de Pedro Jorge Vera, quien, con su hermano Alfredo (quien como hoy su hijo fuera Ministro de Educación) poseía una librería en la que, por supuesto, comprábamos a crédito, con harta frecuencia renovado; y otros más. Recuerdo que por aquellos años Pedro Jorge poseía una adecuada voz para el tango, y cómo nos emocionaba con los que más solía cantar Carlos Gardel.

En los años cuarenta, rememorábamos la trágica muerte del ídolo de la canción tanguera. Podía ser en discos grabados en Buenos Aires o en París, o en cualquier otra capital europea. Nuestros ojos se humedecían. Era un sentimiento profundo y confuso a un tiempo, siempre triste, quizá con mayor tristeza aún de la producida por el pasillo de nuestro país, especialmente el de la sierra.

José de la Cuadra, el mayor y el de más logrado oficio de los cinco primeros, solía decir que todo escritor era un músico frustrado. Creo que tenía la razón. Y que su afirmación era válida para la música seriamente compuesta, corrientemente mal llamada clásica, como para la popular, inspiradora, sin duda, de la complicada estructura de la selecta, generalizada por el común como clásica.

Dicen los entendidos que el tango proviene de un ritmo popular muy semejante a la habanera, aunque menos rápido en su compás de dos por cuatro. No lo sé. Amo de veras la música, tanto que no me es posible escribir obra alguna de ficción sin escucharla, sea de la clásica, o de la popular. Pero no tengo oído, aunque la memoria interior la recuerde, siempre con gratitud.

Lo cierto es que ningún ritmo como el del tango alcanzó en nuestra mestiza América una tan gran belleza, que surge de las profundidades abismales del espíritu acongojado o batallador. A veces es de una elegante lentitud, como expresando un inconfesable pesar; en otras, su movimiento son rápidos, acaso musicalizando las peleas de los compadritos en el barrio de La Boca, donde marineros de los cuatro puntos cardinales viven con una bohemia desafiante, en desacato del aparente pudor del señorito.

No puedo olvidar que en La Boca contemplé extasiado, alguna vez, bailar entre ellas a un grupo de hermosas mujeres. Y no sólo el tango, sino su preciosa derivada la milonga, con su tejido en encajes y figuras sucesivas, casi altaneras, sin dejar de ser elegantísimas.

Gardel llevó el tango a Europa, ya lo he dicho, pero especialmente a París, donde con tanta pasión se bailaba por esos años el tango apache, no sólo en el café alegre de las diversiones varias, sino también en los clubes más distinguidos y exclusivos. Y se lo bailaba muy bien, con la atracción y el despego, la búsqueda sexual y el fingido rechazo; o con el ritmo de la pelea de los bravos, en razón de la coquetería de una mujer ufana en sus caprichos.

¡Quién no podría recordar ciertos tangos cantados por Gardel, acompañados por el bandoneón! “Adiós muchachos”; “El choclo”, «Esta noche me emborracho, ay, me mamo bien mamao»; “El día que me quieras”; “Tomo y obligo”; “Arrabal amargo”; “Tiempos viejos”; y aquél inolvidable y magnífico; “Mi Buenos Aires querido”.

Dice del tango el más grande escritor de Hispanoamérica, Jorge Luis Borges: «Una mitología de puñales/ lentamente se anula en el olvido;/ una canción de gesta se ha perdido/ en sórdidas noticias policiales». Y lo que sigue que se escucha como un milagro de palabras: «Esa ráfaga, el tango, esa diablura./ los atareados años desafía;/ hecho de polvo y tiempo el hombre dura/ menos que la liviana melodía/».

Pero encontrándonos el lector y yo con Borges, sería imperdonable no repetir con él (a quien conocí y admiré en todo su vigor en el Buenos Aires que era bastante mejor que el de ayer y el de antes de ayer, el Buenos Aires esplendoroso de una gran ciudad a la europea, sin menoscabo de su caché latinoamericano), no repetir con él, repito, estos versos: «Que sólo es tiempo. El tango crea un turbio/ pasado irreal que de algún modo es cierto/ el recuerdo imposible de haber muerto/ peleando en una esquina del suburbio/».

Fallecido Borges en su amada Ginebra, escribió poco antes algo que no es casi conocido, pues no consta en ninguna de sus obras póstumas, y que llegó a mis manos de una persona amiga: «Si pudiera vivir nuevamente mi vida... Sería más tonto de lo que he sido. De hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad. Sería menos higiénico. Correría más riesgos (..) Comería más helados y menos habas, tendría más problemas reales y menos imaginarios. (..) Por si no lo saben, de eso está hecha la vida, sólo de momentos: no te pierdas el ahora (..) Pero ya ven, tengo 85 años y sé que me estoy muriendo».

Alfredo Pareja Diezcanseco: Nacido el 12 de octubre de 1908, integró el prestigioso Grupo de Guuayaquil —su ciudad natal— una de las más valiosas expresiones de la generación de escritores de la década del '30. Consagrado en 1978 con el Premio Nacional Eugenio Espejo máxima distinción que otorga el Ecuador a los intelectuales que consagraron su vida a enriquecer las letras nacionales, ha escrito, entre otras importantes obras El muelle (1933); Hombres sin tiempo (1941); La hoguera bárbara (1944); Las tres ratas (1944); Los poderes omnímodos (1964). Ha sido Diputado Nacional, embajador en Francia y Ministro de Relaciones Exteriores del Ecuador.