TEMAS AQUÍ MENCIONADOS
Garufa Tango
Nostalgias Tango
Silencio Tango
Yira yira Tango
CREADORES MENCIONADOS EN ESTE ARTÍCULO
Por
Claudio Mena V.

12. Un tango y nada más (Con un ritmo de milonga)

omo dice el tango, «yo era un purretito» cuando murió Carlitos Gardel, pero recuerdo claramente que tuve una dolorosa impresión. Oí por primera vez el nombre de la ciudad de Medellín en el relato de la noticia que sintonizaba un viejo RCA. En mi imaginación veía un infierno de llamas y sobre ese holocausto la sonrisa de oreja a oreja de Gardel con el sombrero ladeado «a la pedrada».

No sé si desde entonces o quizás desde antes, le había puesto oreja al tango no sólo porque se lo escuchaba en la radio, sino también porque en la casa existía una vieja victrola en que se tocaban los discos de acetato y entre ellos, naturalmente tangos, un tango en cada lado. Recuerdo todavía un disco de sello negro, marca Víctor, que tenía grabado en un lado el tango “Yira yira” y al otro lado, creo que “Nostalgias”. De guambra, las melodías que se oyen se aprenden enseguida y Yira lo aprendí seguramente con la misma facilidad que el Himno Nacional.

Mi mamá tocaba el piano bastante bien. Había recibido clases en Europa y en Quito ese gran pianista que fue Gustavo Bueno le hacía algunas prácticas. Ella tocaba el piano leyendo la música y recuerdo que en casa reposaban encuadernados varios libros de música clásica, pero había también algunos cuadernillos con tangos y a veces me gustaba acercarme a mi mamá que estaba sentada al piano para ponerle el cuadernillo del tango y pedirle que lo tocase. En efecto lo hacía con mucho gusto y yo sentía un verdadero placer. Recuerdo todavía ese tango, una parte de cuya letra dice: «De nada sirve el guapear, cuando es honda la metida. Pobrecita mi querida, toda la vida la he de llorar...»

Un tango que me parecía un cuento cantado era el famoso “Silencio” que lo oí tantas veces en la voz del Zorzal. Me imaginaba la viejecita con sus cinco hijos que iban a la guerra y luego la viejecita con sus cinco medallas «que por cinco héroes le premió la patria». No se puede decir que es un tango triste porque eso es redundancia, pero lo sentía melancólico y tierno, adobado con ese leit motiv lejano del coro de madres que mecían en su cuna nuevas esperanzas.

Respecto a la historia del tango tuve ya mis conocimientos antes de que Sabato me enseñara que fue un baile prohibido o «un pensamiento triste que se baila». Mis viejos no eran analfabetos en materia tanguística. Mi madre, allá por 1918 tal vez lo bailó en París porque lo bailaba bien y me enseñó sin mayor dificultad. Además, saber que "eso" fue prohibido, en aquella loca edad era excitante.

En Quito el tango había entrado sin problema y en las fiestas se lo tocaba con gusto. Un bailarín que no supiese bailar tango estaba desacreditado, como ahora el que no sabe la salsa. Las fiestas elegantes en el Quito de aquella época eran las del Club Pichincha y ya en mis años de mozo, las del Quito Tenis cuando funcionaba en la 18 de Septiembre y América.

Quien puso también su granito de arena para divulgar el tango fue el querido maestro Luis Aníbal Granja que dirigió su orquesta, grabó discos y puso un almacén disquero en la calle Guayaquil. El maestro Granja no tocaba el bandoneón (instrumento casi desconocido en Quito) sino el acordeón, el de las teclitas de piano al lado derecho.

Por aquellas épocas recuerdo que se presentó en una fiesta del Quito Tenis la orquesta de Raúl Iriarte que divulgó algunos tangos que entonces hicieron época como el célebre “Adiós pampa mía” y “Una lágrima tuya”.

El tango siempre estuvo conectado con Buenos Aires gracias a la referencia de muchas letras tanguísticas con su variado escenario: El barrio, «cuna de taitas y cantores», la callecita «donde sonríe una muchachita en flor», el café, el Riachuelo, la calle Corrientes, y un poco más lejos, la catrera, el pago, el rancho. El tango fue el mensajero no sólo del arrabal sino de todo un paisaje urbano y humano a la vez centrado en las figuras del guapo, el malevo, el taita, el sotreta, la percanta, la mina y la pebeta. Nuestro chulla quiteño con su machismo, su forma de vivir desenfadada y sus repentinos enamoramientos si no es el equivalente de aquellos malevos, podría tener al menos una aureola tanguística.

Allá por los años universitarios, y síganme perdonando la distancia, un compañero tenía bandoneón y ¡oh, sorpresa! lo tocaba; como el fuelle está hecho para el tango, Carlos Arízaga le sacaba con mucha maña rezongos de dos por cuatro. En la edad de los enamoramientos, de «hoy una promesa y mañana una traición», le llevábamos al morlaco con su enfundado bandoneón por las calles de esta franciscana ciudad a tocar serenatas a nuestras guambras. Recuerdo todavía, como si lo viera, al «ciego» Arízaga sentado en la vereda lanzando tangos al frío de la madrugada. Para entonces yo vocalizaba alguno que otro tango y desde entonces el Arízaga me decía "Che Mena".

¡Qué pena! El huracán de la vida se lo llevó para siempre con su bandoneón. A Buenos Aires llegue por primera vez allá por el año 52 cuando Perón declinaba y Evita se estaba muriendo. Con un amigo compatriota, el "Chihuil Yépez" radicado por allá, recorrimos calles y escuchamos tangos. En Corrientes estaba instalado un cafetín, El Nacional que se calificaba «La catedral del tango» en donde el parroquiano entraba a tomar un café y escuchar las orquestas típicas que se turnaban "Salto mortal"; fue el primer tango que escuché en El Nacional.

Un porteño, Ariel Fernández Dirube, con quien hice mucha liga, me metió más seriamente en Buenos Aires y en el tango.

Gracias a él leí de un tirón el insuperable ensayo de Scalabrini Ortiz «El hombre que está solo y espera», una radiografía del hombre de Buenos Aires. Un día de esos Ariel me llevó a escuchar con cierto sigilo la conferencia de un escritor nada devoto del régimen peronista. En el segundo piso de una casa y en un salón atestado de gente escuché de pie a Jorge Luis Borges hablar sobre la metáfora.

De ese viaje traje a Quito algunos tangos como ese clásico “Corrientes y Esmeralda” que termina deciendo: «En tu esquina criolla cualquier cacatúa sueña con la pinta de Carlos Gardel».

Para los muy ortodoxos (les llamaría los sunnitas del tango) Alberto Castillo, el médico cantor, quizás no sea una cumbre, pero a mí su forma de cantar me ha gustado, así como esos tangos humorísticos que suenan tan bien en su voz: “Garufa” y “Se acabó tu cuarto hora“”.

Como este artículo-tango se está convirtiendo en milonga voy ya mismo a terminar. Me acuerdo ahora de una anécdota. Un año de esos estuve en la ciudad de Lima y los amigos me llevaron a un cabaret o boite donde tocaba el piano un músico ciego. Alguien tuvo la peregrina idea que cantara un tango y escogí “Yira yira”. Me acerqué al piano y esperé la introducción para arrancar con «cuando la suerte que es grela...» pero el ciego se largó el tango de un solo tirón y yo me quedé con la boca cerrada, impávido hasta el final. Las risas de los amigotes me acholaron y ese amigazo que fue Ernesto Valdiviezo me dijo: «¡Felicitaciones! es el mejor tango que nunca hemos oído». Desde ahí quede con un complejito que todavía no se me borra.

Por último, y aquí se acaba, cuando cometí versos, escribí uno a Carlos Gardel que felizmente no recuerdo pero como el tango, parodiando a Vallejo, ha dormitado en mi sangre como flojo cognac, escribí uno que se llama Tango y que impúdicamente lo transcribo:

Desde este muelle en sombra
contemplo tu silueta
hundiéndose en la tarde
mientras hay un oleaje
que me empuja a tu orilla
(oculto un sol de enero
va enfriándose en la esquina).
De pronto baja el tango
desde un piano lejano
trayendo un malevaje
de fuelles y violines
trenzado con un canto
que apenas es lamento.
Tu mirada se enciende
y queda en claroscuro
el fanal de tu cuerpo
que en brevedad resume
la sombra de un cuchillo.
Vuelve perverso el tango
con Troilo al bandoneón
conquista tu cintura
y mis brazos te fijan
en una voltereta
que tiembla en la baldosa.
A tu mástil se aferran
los últimos compases
pero el tango no acaba:
Esta metido en ti.


Claudio Mena V.: Nació en Quito en 1928. Cursó estudios de abogado en la Universidad Central. Fue Concejal y Vocal del Colegio de Abogados de Quito. Periodista y poeta, entre sus obras se destacan: "Trazos", "Cumbre y melodía", "Velásquez" y "Las líneas de tus manos". Obtuvo el premio "Diario El Universo" en el género poesía. Es catedrático en la Universidad Central del Ecuador. Integra el Colegio y Club de Abogados de Quito y es miembro de la Sociedad Jurídico Literaria de Ecuador.