TEMAS AQUÍ MENCIONADOS
Por
Reinaldo Spitaletta

Duelo criollo en noches de la Guerra Fría

o había leído todavía nada sobre duelos cuando escuché en el Bar Florida, una vieja cantina de esquina en un barrio de Bello, el tango “Duelo criollo”. Al principio, no era más que una historia incomprensible, de la que apenas prestaba atención a algunos versos, al tiempo que la voz de Gardel, que ya reconocía porque papá y mamá hablaban del cantor que se quemó en Medellín y cantaban algunas de sus piezas, sin desafinar, digo que la voz iba desgranando la canción: «Mientras la luna serena / baña con su luz de plata / como un sollozo de pena / se oye cantar su canción…»

Me quedaban resonando palabras como plata, luna y pena, pero después, con los muchachos que nos sentábamos en la acera del bar, hablábamos de lo que queríamos ser cuando grandes y ahí, en ese punto, no faltaba el que quería ser astronauta, que por entonces la Guerra Fría (según supe después) había puesto en boga, incluidos la perra Laika y el señor Gagarin. Algún otro deseaba seguir los pasos de su padre, que era policía, y digo que a mí me ponía a rabiar su aspiración, porque, en esos días, los policías aparecían en el carro celular, o bola, o patrulla, para decomisarnos los balones e interrumpirnos los picaditos callejeros. No faltó el que quería convertirse en médico o en bombero (y por la cuadra vivía uno de ellos que tenía una hija que caminaba como pisando flores), o en cantante de la Nueva Ola.

Ya no recuerdo qué quería ser yo. A lo mejor atleta de cien metros planos, o futbolista del Deportivo Independiente Medellín, puntero derecho. El tango, en todo caso, se repetía, tal vez porque había algún parroquiano que echaba monedas al traganíquel y solo le gustaba la misma pieza. De pronto, como una atracción inconsciente, volvía a escuchar algunos de sus versos: «La canción dulce y sentida / que todo el barrio escuchaba / cuando el silencio reinaba / en el viejo caserón». Para mí, en esos instantes, nada significaban tales palabras.

Eran los tiempos en que los perros (o, mejor dicho, las perras) del barrio se nombraban Laika. Había una criolla amarilla que se paseaba enfrente de nosotros, cuando Gardel estaba en su interpretación. Alguien la espantaba, o le decía ¡usssh!, para provocar su ira, o le arrojaba un pedrusco. También había perros bautizados como Trotski, Nerón, Gitano, Júpiter, Capitán y ya no sé cuántos nombres más. En todo caso, a ninguno lo pusieron Gagarin, ni Apolo, ni Satélite. Ni cohete.



El cuento es que casi todos los atardeceres, cuando una luz malva se regaba por la plazoleta, que a su vez nos servía de cancha, el duelo criollo estaba repartido en el incipiente asfalto. Ah, sí, claro, eran tiempos de cuchilleros, pero nunca vi a dos que se batieran dentro del cafetín o en la calle. Tal vez usaban los puñales para disuadir. O, que tampoco era raro, para ir a asaltar a alguno con mala suerte. Se contaban historias de que Atehortúa, un malevo del barrio vecino, sabía paradas con la puñaleta, un esgrimista, una suerte de malabarista que ponía a bailar en sus dedos el arma, con la cual, además, pelaba mangos y naranjas y se limpiaba las uñas. Se tejían leyendas sobre otros puñaleteros de peligro de Pacelli, Prado, Niquía, la calle del Talego y otros barrios. Pero insisto: no vi ningún duelo. Además, como lo dije antes, el duelo no estaba dentro de mi repertorio de palabras. Que para desafíos de fútbol con los de otras barriadas, calles y callejones, jamás se habló de duelo, sino de selección. «¡Hey, vamos a jugar una selección!» Y entonces nos íbamos a la Manga Elena, a los baldíos junto a la quebrada La García, o a las canchas de Niquía, donde el viento del norte jamás se iba. Se jugaba por el honor del barrio.

Y volvían las frases del cantor: «Cuentan que fue la piba de arrabal / la flor del barrio aquel que amaba un payador». Y ahí sí que menos entendía: ni piba ni payador. «Solo para ella cantó el amor / al pie de su ventanal», y de pronto esta parte de la historia sí la relacionaba con las serenatas, que entonces no faltaban en ninguna noche de arrabal. «Pero otro amor por aquella mujer / nació en el corazón del taura más mentao / que un farol en duelo criollo vio / bajo su débil luz, morir los dos». Qué vaina. Lo del taura me martillaba pero no podía saber su significado.



Pasó el tiempo. Pasó la cantina. Pasaron los muchachos de entonces. Y años después, me encontré con un relato de Manuel Mejía Vallejo, en el que dos hombres encerrados en un cuarto se matan a puñaladas; y luego, con los cuchilleros de Borges. Un día, un mi hermano cantó en medio de una inspiradora borrachera “Duelo criollo”, y las viejas palabras retornaron, como un recto a la mandíbula. Claras. Con sentido. En toda su dimensión trágica: «Por eso gime en las noches / de tan silenciosa calma / esa canción que es el broche / de aquel amor que pasó… / De pena la linda piba / abrió bien anchas sus alas / y con su virtud y sus alas / hasta el cielo se voló».