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Por
Franciso Febres Cordero

09. Lo que no sé y sé del tango

o era una tarde gris de esas que dan ganas de llorar, como después la escuché descrita en la voz de Julio Sosa. No. La mía era una mañana luminosa porque había conseguido engañar a mis padres con el cuento de mi enfermedad, mediante una feliz puesta en escena de un dolor de garganta cruel que me impedía levantarme para ir a la escuela. Entonces, a eso de las diez, sólo con el radio Zenith que me acompañaba desde el velador, lo oí.

Era él, pero yo no sabía que lo era. Cantaba, sí, la misma canción que más de una vez la había oído en la mágica voz de mi tío Alfredo que algo debe haber tenido de Le Pera. No porque fuera Le Pera mi tío Alfredo. La pera era mía y nada más que mía. Pero Alfredo, y la pera y eso que oí se complementaban a la perfección en ese instante feliz de mi triunfo.

Gardel, dijo el locutor terminada la canción.

Y a mí, para qué también, ¡entrarme una alegría! Una alegría de ocho años, que me desbordaba. Tanto, que se me quedó la estrofa: «golondrinas de un solo verano/con ansias constantes de cielos lejanos».

Después (¿estaría en vacaciones?), sintonizaba siempre un programa que descubrí de casualidad en Radio Quito. Tango, solamente tango creo que se llamaba y lo transmitían cerca del mediodía. El que más me gustaba era «flaca, tres cuartos de cogote, una percha en el escote bajo la nuez». Me hacia reír porque me recordaba a la vieja pero para siempre señorita que nos daba clases de piano que, además de los tres cuartos de cogote, tenía un mal aliento bajo la nuez que le llegaba hasta los sobacos. Pero eran las milongas las que me embobaban por su ritmo: «Cuando tú pasas caminando por la calle, repiqueteando tu taquito en la vereda».

No sé si fue por un cumpleaños de mi papá, que hubo una gran fiesta en la casa. Mis hermanas y yo espiábamos desde la grada. De la vitrola (así llamaba mi abuela a eso que creo que sería más bien una radiola) salían tangos que los invitados bailaban, elegantísimos, ellos con ternos cruzados de casimires a rayas y corbatas anchísimas y ellas con vestidos que les llegaban hasta bastante más abajo de la rodilla. Los hombres entraban con abrigos, sombreros y bufandas que, al pasar la puerta, entregaban displicentes al paje. Años después, viendo una de Gardel en que cantaba “Mi Buenos Aires querido”, entendí que así era el tango: bufandas, sombreros, abrigos y mujeres bellas. Más gomina.

Mi hermano Rafael también cantaba a dúo con mi prima Margarita, en unas veladas familiares en que a mí lo que más me gustaba era hacer la comedia de Cristóbal Colón. No logro acordarme qué canciones cantaban, además de las españolas de Joselito, pero creo que en el repertorio había tangos porque cuando relaciono la cara de mi hermano en esa edad su sonrisa tiene algo de Volver. ¿A dónde? No se a dónde querría él volver, porque nunca salió de la casa, pero que volvía, volvía.

Morir sin bailar un tango
A la única mujer que le oí cantar tangos, además de mi prima Margarita, fue a Libertad Lamarque que ya en ese entonces tenía exactamente la misma edad que tiene ahora. De Imperio Argentina, francamente, no me acuerdo. Y de Susana Rinaldi, ni pensar. A ella la descubrí no hace muchos años no más, no sé si porque no hace muchos años que comenzó a cantar o por que en mi infancia nadie le paraba bola ya que, quizás, ella se dedicaba al teatro. Pero, honestamente, si la hubiera escuchado de niño me hubiera enamorado perdidamente a través de esa voz incomparable, mágica, preciosa. Tal vez oyéndola a tiempo me hubiera esmerado, sacrificado, esforzado hasta lograr algo que siempre anhelé y nunca pude: bailar un tango.

Con la voz de Susana Rinaldi, seguro que hubiera aprendido. Porque yo sé (lo he probado en secreto y también jugando fútbol o toreando de salón) que mis piernas pueden estirarse mucho hasta abrirse como un compás, para inmediatamente recogerse y quedar unidas como si las dos fueran sólo una y, luego volverse, girar, en un movimiento vertiginoso y sorpresivo para, por último, correr a zancadas y frenar en seco. Pero no. Dos pasos y uno, me decía mi mamá que había que hacer y me cogía de la mano y me llevaba. Pero yo, nada. Me tropezaba. Le pisaba. Me equivocaba.
Luego, cuando descubrí el amor, algo de él quedó incompleto.

El bolero es una cosa. Pero el amor sin tango, queda a medias. Es como si al beso posterior le faltara un necesario antecedente. Una justificación. O un pretexto.
Y ya estoy viejo para intentarlo ahora. Me he resignado a morir sin haber podido bailar tango, lo cual es tan triste como un tango mismo, como ese que dice «percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida, dejándome el alma herida y pena en el corazón».

¿Piazzolla? También mucho, mucho más tarde. Como a Rinaldi, quién sabe por qué no lo pondrían en la radio. Pudiera haber sido porque no les gustaba a los locutores criollos que los dos se amaran. Porque en otros lados ya era famoso ¿no? “Tres minutos con la realidad” había hecho suceso, aunque todavía le faltaban once años para su “María de Buenos Aires”, que entiendo fue algo así como su consagración definitiva.

A Julio Sosa le llamaban el varón del tango y un disco suyo con una carátula café fue el primero que compré con mi propia plata, cuando rodaba cuesta abajo por la pendiente de mi primer trabajo. Había por supuesto, la tarde gris y las ganas de llorar. Aunque, pensándolo bien, no sé si compré ese disco, me lo robé del Juan Acosta o se lo gané en el póker.

Puede ser. Sí, creo que me lo robé porque lo que le ganaba en el póker eran sus gorras.
¿Y Pichuco? ¿Y Troilo? era un mago del bandoneón, decía el locutor, pero a mí, con el pésimo oído que tengo, lo que más me gustaba eran las letras: «Garufa, pucha que sos divertido, Garufa, vos sos un caso perdido». Me sabía de memoria. Esa y bastantes otras. Creo que ninguna, eso sí, completa.

Es que había palabras imposibles, que impedían cualquier intento de memorización. Sí, después me enteré que eso era lunfardo porque el tango tiene un origen etc. etc, pero que esas palabras eran una joda, eran. Y yo no sabía si en realidad la cuenta se iba a cargar en la del lotario o en la del otario o en la del notario y, peor, qué significaba cualquiera de las tres palabras, así es que mejor era olvidarlas para no quedar de estúpido ante mí mismo, porque ante nadie más cantaba tangos.

Gardel. Imposible no volver sobre su voz con la que jugaba con la misma facilidad con que yo al fútbol. Driblaba. Subía. Engañaba. Falseaba. ¡Y metía cada gol a la nostalgia!
Claro que para entonces la mía no era todavía nostalgia, sino más bien algo así como una esperanzada ilusión. Pero era también la tristeza de una mala nota, el castigo por una travesura, una «muchachita rubia» que no me regresaba a ver.

Leguisamo, por ejemplo, no sabía quién o qué era, ahora que me acuerdo. Pero un día me enteré que había sido un jockey y las carreras de caballos fueron por un tiempo mi obsesión: “Leguisamo solo”. Y en la voz de Gardel eso eran un Derby en el que yo apostaba a su favor toda mi fortuna.

Gardel hizo dúo con Magaldi, ¿no? Una vez oí un disco suyo a través de una radio colombiana, en onda corta. Es el mejor programa de tango que he oído y el más digno homenaje a Gardel que, creo, jamás se haya producido: tres días seguidos de puro Gardel; sus canciones, testimonios de quienes lo conocieron, entrevistas a músicos que trabajaron con él, comentarios y un final que, siendo un lugar común, era el único posible: cada día canta mejor.

Mariano Mores vino a Quito con un espectáculo de tango al más puro estilo de Miami y ahí lo conocí. Pero, luego de la charla, descubrí que el tango es mejor a la distancia. Me chocaron sus modales y por la plata que pensé que era eso y sólo eso lo que buscaba lleno de esperanzas.

Tengo que cortar. La nota me está saliendo mucho más larga de la cuenta. Y Diego Araujo me la pidió para que hablará algo de Piazzolla, que esta bailando, mejilla a mejilla, su tango con la muerte.
Algo de Piazzolla. Bueno, algo voy a hablar.

Piazolla
Además de haberle dado al tango otro cariz, me apasionan de él sus frases duras, provocadoras. Un día dijo que era un músico de minorías. Y añadió ésto, que es como para poner en marco: «Afortunadamente porque las mayorías tienen mal gusto». Entró también el Jazz en esa frase, ¿no? Pero, al fondo, suena el tango.
Es que siempre estuvo a la vanguardia. Y, por eso, sin ninguna pizca de modestia, dijo también: «Yo voy a seguir componiendo, como siempre; pero después , cuando me muera, no sé qué va a pasar con el tango».

En realidad, el tango después de Gardel, ha sido él. Sin voz. Pero él. Sin gomina, pero él. Pero con el bandoneón, al que le obliga a contorsionarse con esas manazas que parecen más las de un boxeador que las de un músico. Hasta que se pone a tocar, claro. Si el tango es bandoneón, el bandoneón también es Piazzola.
Porque Piazzola es el tango. Un tango "no tan triste, no tan aburrido, no tan solemne", para seguir con sus palabras.

Un tango con improvisaciones, también. Y fiorituras. Y violines. Y piano. Y lo que venga. Pero sobre todo, con genio, con personalidad, con fantasía.

Más de cuatrocientas obras son las suyas.

Cuando Astor tenía trece años, Gardel le oyó tocar el bandoneón. Fue en Nueva York, cuando Gardel iba a filmar El día que me quieras. Y el Mudo lo invitó a que actuara en esa cinta como canillita. Un posterior encuentro fue truncado por un maldito vuelo que salió de Medellín...

El encuentro fue el Nueva York porque Piazzola vivía allí con sus padres, Vicente Piazzola (acordeonista aficionado y peluquero de profesión) y Asunta Maneti (manicurista), quienes fueron desde Mar de Plata a los Estados Unidos en 1924, es decir, tres años después del nacimiento de Astor.

Su formación fue la de un músico clásico. Y ganó una beca para estudiar en París con Nadia Boulanger. Después, el jazz. Y solo después, el tango. Un tango irreverente que fue construyendo este hombre supersticioso, dado a prender incienso para ahuyentar a los espíritus. Y que hoy agoniza.

¿Qué va a pasar con el tango? Pues que cada día “Balada para un loco”, “Rapsodia porteña”, “Balada para mi muerte”, “Tangazo”, “Milonga en Re”, “Se fue sin decir adiós”, sonarán también cada día mejor.

Mis obras completas son Samuel y Valentina, Catalina, Retratos con Jalalengua, Alpiste para el recuerdo, Cazuela de verde y otras biografías y El duro oficio: vida de Alfredo Pareja Diezcanseco. Si al siglo se lo dobla justo en la mitad se sabrá el año exacto de mi nacimento. En la universidad comencé a estudiar la carrera de Derecho y saqué, un cartón, una cosa que se llama licenciatura. Tempranamente me torcí para el teatro, arte que nunca estudié pero que ejercí por diez años. Después me retorcí para el periodismo, ciencia que no estudié pero en la que me divierto mientras me soporten. Soy tan serio, torpe, nervioso, inseguro y angustiado, que con frecuencia recurro al humor para tapar mis defectos. Creo que no sé nada de nada. Y quiero que mi ataúd lo depositen en la tierra, sin ninguna pompa. Tanto corno el curriculum vitae odio los funerales.