CREADORES MENCIONADOS EN ESTE ARTÍCULO
Por
Irene Amuchástegui

Confesiones de Puppy Castello

s uno de esos hombres que cuando salen a la pista siguen tan ocurrentes, divertidos y filosos bailando como cinco minutos antes, cuando ocupaban una mesa al borde rociando a los bailarines con epítetos desopilantes. Tiene una risa de demonio y un vozarrón que suele hacer tronar sobre la música para solaz de sus amigos y sobresalto de extranjeros e incautos. Esta personalidad no precisamente discreta exacerba una especie de don de la ubicuidad que lo asiste.

Es un desafío para un aficionado recordar una velada en cualquiera, de las muchas milongas porteñas que se celebran en las que Puppy no se hiciera presente, con su contoneo porteño, las manos en los bolsillos, el pucho en la boca y la cara enrojecida.

Cierta asombrosa metamorfosis se opera en Puppy Castello cuando se levanta pasado el mediodía, en su hogar del barrio de Balvanera y viste chomba, bermuda y pantuflas, convertido en venerable padre y abuelo. Se sienta junto a la mesita donde espera el grabador encendido y dice:

— Buá ¿Qué tengo que contar?

— ¿Cómo es tu familia?

— Me aguantan a mí, deben ser fenómenos, mi señora, mis hijos, varón y mujer y tres nietos.

— ¿Nunca le enseñaste a bailar a tu esposa?

— ¡No!, si no ya nos hubiéramos separado veinte veces. Este año son cuarenta y seis de casados. Ella se queda aquí con Malevo (el perro), mira televisión, teje para los nietos.

— ¿Dónde empezaste a bailar?

— En San Fernando. El primer tango lo bailé con Margarita, que andaba con una barra toda de negros, la barra del Negro Cadilla.

— ¿Cómo se aprendía antes?

— Como a comienzos del tango. En prácticas, eran todos hombres. Primero te enseñaban a bailar de mujer, lo cual es una ventaja enorme, porque sentís como te llevan, como te marcan.

— ¿Duraba mucho tiempo esa etapa del aprendizaje de bailar como mujer?

— Y sí, por ahí hasta que medio te estabas enamorando —aquí se ríe por la picardía—-. Cuando yo era pibe vivíamos para bailar. Nos juntábamos a las tres de la tarde en mi casa —mi vieja hacía mate cocido—, y practicábamos. Después íbamos a la práctica con un profe y a la noche, traje, corbata, al baile.

— ¿Era difícil hacerse popular en los bailes?

— Yo a los dieciocho por Urquiza ni figuraba. Pero en Boulogne, que era de nivel bajo, yo era medio estrellita. Bailaba un poquito pero me empilchaba un montón y tenía terrible tapín, entonces cazaba. La mina que más bailaba. En Boulogne se llamaba Betty. Todos la querían sacar. Todos rebotaban hasta que llegaba yo.

— ¿Se imponía mayor distancia en el abrazo?

— Ahora se baila separado, antes no. Ahora algunos bailan por teléfono. (Se vuelve a reír)

— Ahora das clases de baile y estás por viajar a París con un espectáculo, aunque siempre bailaste por bailar ¿verdad?

— Sí, Danza maligna se llama el espectáculo. Es puro baile. Nada de argumento, con inmigrantes, francesitas putas, como tantas otras propuestas.

— ¿Te hubiera gustado hacer toda una vida de bailarín profesional como Juan Carlos Copes o Miguel Ángel Zotto?

— ¡No!, me cuesta un laburo bárbaro el escenario. Eso sí, Copes es mi ídolo como bailarín. Lo conozco de cuando no era artista: era un fenómeno. Como artista mostró el tango más que nadie en el mundo.

— ¿Y Virulazo?

— Los productores fueron muy vivos. Lo pusieron a él que pesaba ciento veinte kilos y se fatigaba. Pusieron a Los Bórquez que eran un polvo en el escenario. Mostraron todas las facetas. A mí, en el escenario, no me gustaba Virulazo.

— ¿Como ves en la pista a cabezas de compañía como Miguel Ángel Zotto o Mora Godoy?

— Miguel en el escenario, se lo come. En la pista es uno más. Mora es mala en la pista.

— ¿Bailás con extranjeras?

— Para sacarles clases.

— ¿Qué es lo que más te gusta de la milonga?

— Todo me gusta. Me la paso yendo de una mesa a otra, ni que estuviera haciendo copas en un cabaret. Pero ya estoy medio podrido: hace cincuenta años que voy a la milonga y siempre los mismos jugadores.

— ¿Cómo transcurren tus días?

— Me levanto una y media o dos. Si tengo clase doy clase y si no tengo, me acuesto de vuelta.

Publicado en el diario Clarín, el 27 de febrero de 2003.