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Por
Jorge Enrique Adoum

03. Gardel y la nostalgia

l portal que corre frente al Parque Montalvo de Ambato por la calle Sucre, desemboca con un escalón en la calle Castillo. Cada vez que llego a esa esquina recuerdo que en el momento en que daba el paso para bajar del portal, el 24 de junio de 1935, mi hermano mayor me dijo: «Ha muerto Carlitos». En ese instante yo miraba, desde mi pequeñez, el edificio donde se encuentra hoy la Gobernación y que ocupaba el servicio de Correos. Cada vez que lo veo recuerdo la noticia en la voz de mi hermano. (Afortunadamente, fue él quien me la dio, pues también se llamaba Carlos; pero, en ese momento, Carlitos era, evidentemente, Gardel: sólo después, mucho después, tuvo un tocayo ilustre, cuando supimos que así se llamaba en castellano el vagabundo enternecedor y desmemoriado que encarnó Chaplin). Y, como si se tratara de un duelo familiar, no se atrevía a llevar la mala nueva a mi madre, que celebraba ese día su cumpleaños. Todavía puedo verla esa noche, compungida (el llanto era su segunda lengua): «Ha muerto Carlitos», me dijo. Volvió a dolerme, pero no me desesperé, porque sabía que se trataba de Gardel, no de Carlos.

Supongo que él se enteró por la radio de alguien, porque nosotros éramos pobres. (Por ejemplo, supe que el negro Joe Louis había derrotado al ario Max Schmeling —lo que me hizo ganar una apuesta— al día siguiente de la pelea, antes de ir a la escuela, por una guambrita en cuya casa seguramente había un receptor). Y lo que me pregunto aún hoy día es cómo lo conocíamos y lo amábamos, mocosos de nueve años de edad, en una ciudad que no quedaba en la Argentina y que ni siquiera era la capital de un país. Claro que había sus discos, pero nosotros éramos pobres. Aún haciendo un esfuerzo, me resulta imposible recordar que hubiéramos escuchado, y sin tener a quién preguntar qué quería decir, pero intuyendo algún pecado, eso del cabaré de donde salía por la madrugada una mujer «sola, fané, descangayada»; entendiendo los «rumores de milonga» como «de mi longa» y «la cuenta del otario» como la del «notario», dedicado a turbias cuestiones de dinero, cuya placa veíamos cada día al pasar por la puerta de su despacho. (Y dudo de que alguien entonces —menos aún mí madre y otras amas de casa que entonaban sus canciones— hubiera comprendido algo de esa percanta que lo amuró abandonando el cotorro y por la que él, cuando le tocó hocicar, se encurdelaba en el bulín. Llego más bien, a la conclusión de que Gardel estaba, de una manera u otra, presente en la ciudad y que los de mi edad lo admirábamos, sin conocerlo, casi como nos sucedía con Sandokán. Quiero decir que ya entonces no era un hombre sino una leyenda, y que a partir de entonces fue, más que un santo un dios chiquito, con altar y todo: esa horrible estatua en el cementerio de Buenos Aires, que siempre tiene flores frescas y entre cuyos dedos dicen que siempre hay un cigarrillo encendido).

Había también sus películas. En el Teatro Viteri, el público seguía respetuoso su actuación deliciosamente cursi (de eso nos dimos cuenta al llegar a la madurez y también de que gran parte de la culpa era del guionista que le hacía declamar tiradas seudopoéticas, particularmente en Tango Bar y El día que me quieras), y cuando el Mago terminaba una canción, estallaba el aplauso torrencial, tan obstinado que el operador encendía las luces del teatro (y veíamos que entre los mayores algunos habían llorado con “Sus ojos se cerraron”) y rebobinaba la película para pasar otra vez cada canción. (Lo de Mago viene de un cine de Montevideo donde daban El tango en Broadway. Tras una bacanal de la víspera, cuyos cadáveres nocturnos yacen por parejas en el suelo, Carlitos —bata de seda y gomina— abre la ventana hacia la ciudad de Nueva York que amanece. Alguien de la galería grita entonces: «Bravo Mago, ni pa' dormir te despeinas». Fue también en Montevideo donde Cortázar escuchó en la calle, a propósito de una película de Gardel, este diálogo: «Vamos al biografo.» «¿Qué dan?» «Una del Mudo»).

Adolescente, encontré que las radios de Chile trasmitían más tangos de Gardel que las de Argentina y su número era mayor aún en las de Medellín, movidas, como en un acto de constricción, sintiéndose la ciudad injustamente culpable de su muerte.

O sea que todos, tarde o temprano, llegamos a ser adeptos de esa religión, más intolerantes que los fanáticos de cualquier otra, con los réprobos que no comprendía a Gardel (mejor, que no nos comprendían a nosotros) o a quienes no les gustaba: en Europa debí violentarme para no responder a alguien que me dijo que «se parece a Tino Rossi»; y Osvaldo Soriano —profesión: novelista y gardeliano— se enfadaba con quienquiera que hablara mientras escuchábamos algún disco de su inmortal compatriota y cuando llegábamos a “Siga el corso”, en voz baja, como comulgando, decía: «Escuchá, che, escuchá: nadie en el mundo puede decir como él "Decime a dónde vas, decime quién sos vos".»

Nos hemos preguntado muchas veces a que se debe su gloria creciente y duradera: no basta decir que a su voz, porque voces más hermosas que la suya (y de sólo imaginar que las haya estoy seguro de incurrir en la cólera de otros como yo) suelen apagarse poco después que sus propietarios (¿supone alguien que tras la muerte de Frank Sinatra se recuerde que un día se lo llamo La Voz?). Será también porque dio al lamento, inevitable en nuestro melodrama continental, voz y actitud de varón: identificados con él, no era vergonzoso que una mujer nos «traicionara» puesto que «todas, amigo, dan un mal pago» y hasta podíamos recordarle «su felonía y su crueldad», reconociendo, eso sí, como mérito nuestro «el valor que representa el coraje de querer».

Gardel cantó siempre la nostalgia de la que somos más o menos profesionales: no sólo la del amor perdido sino la de cosas mucho más humildes: la pared, el arrabal, el farol de la calle, el eco del eco de una voz: todo cuanto entra en ese «tiempo viejo que lloro», en esos «veinticinco abriles que no volverán». Pero, cuando las dictaduras, particularmente las del sur, aventaron latinoamericanos por el mundo, resultó haber sido el profeta de una nostalgia mayor, que crecía con sus canciones de “Anclao en París”: ellas nos recordaban a cuantos, desterrados o no, estábamos lejos, esa “Lejana tierra mía”, amada pese a todo, y le hacía pensar a cada uno: «con las alas plegadas también yo he de volver», aunque nadie supiera exactamente cuándo.

Pese a los años de actuación en París, allá saben de él sólo los americanistas, gracias a los latinoamericanos que por los años 70 el destino (¿es destino la cerrazón de los dictadores?) llevó a Francia. Por razones fáciles de comprender, conocen mucho mejor a Astor Piazzolla. La película Tangos, el exilio de Gardel, de Fernando Solanas, lo puso de actualidad, quizás porque abarcaba desde el título, lo que acabo de decir. (Los franceses entonces repetían, orgullosos, porque lo habían aprendido de nosotros, que nació en Toulouse en 1890 y que se llamaba, por su madre, Gardés). Y allá tampoco nadie puede explicarse esta devoción multitudinaria y recomenzada, como si cada día fuera su entierro —igualado sólo por el de «la única», la egipcia Um Khalzoum—, puesto que (y ya se sabe que lo francés es la medida de todas las cosas) «eso no ha sucedido ni siquiera con Edith Piaf».

Siempre me extrañó que algunos cantantes se atrevieran a interpretar los tangos de Gardel: la comparación se instala involuntariamente y todos salen perdiendo. Más grave es el caso de las mujeres, inclusive el de Susana Rinaldi: debido a una misoginia tenaz, («de las mujeres mejor no hay que hablar»), que era de su país y del nuestro, de su época y de la nuestra, no basta con cambiar los pronombres y el género de los adjetivos (no cabría, por ejemplo, decir «que una mujer hembra no debe llorar»). Porque en sus canciones —quizás con la sola excepción de “Volvió una noche” («había en su frente tantos inviernos / que también ella tuvo piedad»)— él es siempre testigo y acusador del deterioro que la edad (a veces también el vicio) causa en la mujer («aquel espectro que fue locura en mi juventud»), culpa ésta de la que queda exento el varón, inmune, como parece ser, al tiempo.

Pero nada de lo anterior, ni todo ello junto, explica su permanencia en la memoria y en la devoción, su universalidad latinoamericana. Está, hay que creer, esa magia por la que todo en él era, aunque contradictorio, convincente: malevo bondadoso, misógino enamorado, gaucho vestido de seda, con espuelas y sin caballo. Y que tuvo todo del héroe: lo incierto de su origen, la biografía desflecada (pese a la película de Hugo del Carril y a algunos libros que andan por ahí), la vida íntima secreta, esa muerte violenta e injusta, llena de moralejas sobre la inevitabilidad del destino y con suicidios de mujeres que se prendieron fuego para morir como él... Y si es, al parecer, forzoso el lugar demasiado común de decir que cada día canta mejor, cabe suponer que ello entraña, por una lógica elemental, la ilusión con que uno se prepara a escucharlo pasado mañana, la semana entrante, el mes próximo, el año venidero.

Jorge Enrique Adoum: Poeta, ensayista y novelista, nació en Ambato en el año 1926. En 1949 publicó su primer libro de poesía, Ecuador Amargo, al cual siguieron Los cuadernos de la tierra: los orígenes, el enemigo y la montaña (1952); Dios trajo la sombra (1960), y No son todos los que están (1979). De su producción teatral se destacan El sol bajo las patas de los caballos y La subida a los infiernos. Su novela Entre Marx y una mujer desnuda (1976) es considerada como una excepcional novela americana y lleva más de cuatro ediciones tanto en México como en el Ecuador. Adoun fue distinguido con el Premio Nacional Eugenio Espejo 1989.