Por
Reinaldo Spitaletta

Una bomba atómica, “Balada para un loco”

o sé cuándo la escuché por primera vez. Pudo haber sido en una radio cultural, porque en las otras, a ningún programador se le hubiera ocurrido ponerla. El recitado inicial, en la voz de un cantor, me cautivó: «Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo, ¿viste? Salís de tu casa, por Arenales. Lo de siempre: en la calle y en vos… cuando, de repente, detrás de un árbol, me aparezco yo...».

Eran los días en que estaba más interesado en escuchar a Mercedes Sosa, Los Quilapayún, tal vez un poco a Serrat. Y, claro, a fin de año las músicas tropicales paisas de Los Hispanos y Los Graduados. Los tangos los tenía incorporados, sin conciencia, de tanto oírlos en los cafetines de esquina en Bello y Medellín. No sabía entonces que esa música tremenda, de malevajes, idilios truncos, desesperaciones existenciales y barriadas, lo esperaba a uno. Le daba tiempo de crecer y tener recuerdos.

El cantor continuó con su voz honda y su vocalización perfecta: «Mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizonte en el viaje a Venus: medio melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel, dos medias suelas clavadas en los pies, y una banderita de taxi libre levantada en cada mano...». «¡Huy! —me dije—, es surrealismo puro». Ya tenía nociones del mismo, por las discusiones en la Universidad de Antioquia sobre arte y literatura, el marxismo, el mayo francés que nos llegó tardíamente y alguna lectura superficial de Breton. «Me parece que estoy soñando», agregué.

La canción continuó y sus versos me revolcaron la cabeza. No entendía algunas palabras, como «piantao, piantao, piantao…», y lo de la luna (la percibí como un balón) que rodaba por Callao. Pero otras frases me dejaron lelo: «cuando anochezca en tu porteña soledad». La música y la voz pasaron, y yo quedé prendado. Era como una revelación. Me propuse conseguirla, pero luego la intención cayó en el olvido. Un aplazamiento.

Un día, quizá de fines de los setenta, una estudiante de música de la Universidad de Antioquía, la estaba tocando en una flauta traversa. Quedé paralizado. Cuando terminó, le dije que si tenía la letra. Me la llevó al día siguiente. También me dio una información volcánica: que tenía la grabación de Amelita Baltar con Astor Piazzolla. Me la grabó en un casete. Y ya no hubo forma de desprenderme de la letra del uruguayo Horacio Ferrer y la música del compositor de “Adiós Nonino”.

En rigor, “Balada para un loco” fue el último gran éxito del tango canción. No ganó el día de su estreno en el Festival de la Canción y de la Danza, organizado por la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, en noviembre de 1969. Obtuvo el segundo puesto, el primero fue para “Hasta el último tren”, de Julio Camilloni y Julio Ahumada, interpretada por Jorge Sobral. La voz ronca (sensual, dicen algunos) de Amelita Baltar no gustó a parte del público, que le arrojó monedas y otros artefactos. Se dijo después, que hubo una especie de sabotaje, promovido por algunos enemigos de Piazzolla.

La misma semana de su nacimiento en sociedad, se grabó un sencillo con la revolucionaria pieza, en compañía de “Chiquilín de Bachín”, también de Astor y Horacio. Se vendieron doscientos mil discos en un santiamén.

Un día de 1984, tras una velada onírica en el Bar La Boa, de Medellín, salimos a medianoche, navegando en un barco ebrio, el escultor Gabriel Restrepo y el periodista Armando Villa (qepd), tambaleando por las calles del Centro. Y los tres, en coro, bajamos por La Playa y doblamos por Junín, cantando (es un decir) la “Balada para un loco”. Con certeza, era a grito tendido: «Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao… / Yo miro a Buenos Aires del nido de un gorrión; / y a vos te vi tan triste… ¡Vení! ¡Volá! ¡Sentí!… / el loco berretín que tengo para vos: / ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! / Cuando anochezca en tu porteña soledad, / por la ribera de tu sábana vendré / con un poema y un trombón / a desvelarte el corazón».

La primera vez que visité Buenos Aires (en 1993), de las primeras cosas que hice fue irme, de noche, a la calle Callao, a ver la luna (aunque esa noche no había) rodando por el asfalto, y, en efecto, la vi reflejada en vitrinas (escaparates) y no pude contenerme: «Mirá que va la luna rodando por Callao», grité, en medio del desconcierto de los transeúntes. Otro día, caminé por Arenales, y el tiempo no alcanzó para ir hasta el manicomio de Vieytes, a ver si los locos me daban algún aplauso.

El 15 de noviembre de 1969, en Buenos Aires, en el Luna Park, estalló una bomba atómica (la expresión es de Piazzolla). Había nacido una nueva forma de hacer tango. Una alucinación poética y musical. El surgimiento vanguardista del surrealismo urbano en América Latina. Treinta años después de la explosión, entrevisté a Horacio Ferrer sobre esta descarga de profundidad que es su Balada. «¿Por qué sigue vigente?», le pregunté. «Porque trata un tema romántico en un mundo de mercaderes», me dijo.

Balada para un loco”, una sucesión delirante de Breton, es un hito en la incorporación de metáforas nuevas en la cancionística urbana, en el tango, que sigue ganando adeptos en el mundo, tras haber perdido en un festival. La primera vez que la escuché era la voz de Roberto Goyeneche, que la grabó pocos días después de la de Amelita, también en 1969.

Uno quisiera, cada vez que la escucha, irse a correr por las cornisas con una golondrina en el motor y ponerse medio melón en la cabeza (un sombrero bombín) y pintarse en la piel las rayas de una camisa irreal. En Buenos Aires me encontré con semáforos que tenían sus tres luces celestes. Semáforos hechos solo para volar.