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Por
Ricardo García Blaya

Las minas en la mirada de Cadícamo

i hay un tema difícil, casi insondable en las letras de los tangos y en tantas otras cosas, es el universo femenino y, como no podía ser de otra forma, son muchísimas las obras al respecto. Cuando me propuse analizar el tema, comencé por explorar los títulos que tenían algún nombre o apodo de mujer y me llevé una flor de sorpresa por la enorme cantidad que hay.

Primero, revisé la base de datos de versiones discográficas de mi colección; luego, hice lo mismo con las partituras de páginas que no llegaron al disco. También hice el ejercicio de revisar, mentalmente, aquellos títulos que, pese a no mencionar mujeres, hablan de ellas en sus letras e incluso, en algunos casos, sin siquiera decir el nombre. En resumen, estamos frente a un tópico con miles de obras.

Entonces, decidí ocuparme exclusivamente de tangos en los que en su título haya un nombre o apodo, dejando también, para otra oportunidad, los valses y el resto de los ritmos. Así y todo, cuando inicié el abordaje y profundicé sobre las diferentes aristas de la cuestión, saqué la conclusión que excedía largamente, el espacio de un artículo para la web.

En realidad, con la excusa de las minas estamos incursionando hacia algo muy complejo como es la relación del hombre y la mujer y, a partir de ahí, en la problemática universal y atemporal de la pasión y el desencuentro, del amor y su pérdida. Sin duda, se trata de una de las preocupaciones más recurrentes en la poética tanguera.

Por lo expuesto, decidí, simplificar la abundante oferta, reseñando letras de un único autor, Enrique Cadícamo, y, como punto de partida, un tango suyo que, contradiciendo el plan, no lleva en su título ningún nombre de mujer, que además, habla de una sin nombrarla y que, como si esto fuera poco, tiene un argumento extraño para el género, por el ambiente aristocrático que da marco a los personajes. Me estoy refiriendo a “La casita de mis viejos”, tango de Juan Carlos Cobián y Enrique Cadícamo, que trata sobre el regreso de un niño bien al hogar paterno.

las mujeres siempre son
las que matan la ilusión.


Y más adelante:

Pobre viejita la encontré
enfermita; yo le hablé
y me miró con unos ojos...
Con esos ojos
nublados por el llanto
como diciéndome por qué tardaste tanto...
Ya nunca más he de partir
y a su lado he de sentir
el calor de un gran cariño...
Sólo una madre nos perdona en esta vida,
es la única verdad,
es mentira lo demás.

(“La casita de mis viejos”, música de Juan Carlos Cobián)

Acá, están patentes los extremos conceptuales que sobre la fémina tiene el tango. La mina que seduce al varón pero que en definitiva lo rechaza, porque elige una vida fácil, una vida de lujos y placeres, y su antítesis, la viejita (la madre), una mujer siempre buena y sagrada que lo apaña en la desgracia y le da un cariño sublime. En el medio, decenas de matices y combinaciones.

Comenzaré por las milongueritas con éxito, que arrancan la pasión en los hombres por su belleza y personalidad:

Milonguerita linda, papusa y breva,
con ojos picarescos de pippermint,
de parla afranchutada, pinta maleva
y boca pecadora color carmín,
engrupen tus alhajas en la milonga
con regio faroleo brillanteril
y al bailar esos tangos de meta y ponga
volvés otario al vivo y al rana gil.

(“Che papusa oí”, música de Gerardo Matos Rodríguez)

El poeta pese a marcarle lo efímero de sus triunfos —«mañana te quiero ver»— y recordarle sutilmente su origen arrabalero, trata a la “papusa” con amabilidad, cariñosamente. De alguna manera, está implícito su admiración y por qué no, su amor hacia ella.

Algo parecido ocurre en:

Triunfa tu gracia, yo sé,
y en los fondines nocheros
sos de los muebles diqueros
el que da más relumbrón.
Despilfarrás tentación,
pero también, callejera,
cuando estés vieja y fulera
tendrás muerto el corazón.

Seguí nomás, deslizá
tus abriles por la vida,
fascinada y engrupida
por las luces del Pigall,
que cuando empiece a tallar
el invierno de tu vida
notarás arrepentida
que has vivido un carnaval.

(“Callejera”, música de Fausto Frontera)

Al igual que el anterior, el narrador la pinta exitosa pero confundida, y en el desarrollo de los versos, le marca su pertenencia y una advertencia, dura y a la vez afectuosa, donde subyace escondida la bronca por no tenerla.

A veces, el relato sobre el perfil de la “garaba” es especialmente puntilloso y, en el caso que sigue, el presagio de sus futuras desventuras es minucioso y con algunos reparos a modo de consejos:

Pensá, pobre pebeta, papa, papusa,
que tu belleza un día se esfumará,
y que como todas las flores que se marchitan
tus locas ilusiones se morirán.
El "mishé" que te mima con sus morlacos
el día menos pensado se aburrirá
y entonces como tantas flores de fango,
irás por esas calles a mendigar...

Triunfás porque sos apenas
embrión de carne cansada
y porque tu carcajada
es dulce modulación.
Cuando implacables, los años,
te inyecten sus amarguras...
ya verás que tus locuras
fueron pompas de jabón.

(“Pompas de jabón”, música de Roberto Goyheneche)

Cuando dice: “sos apenas un embrión de carne cansada”, el autor utiliza una metáfora despiadada, dirigida a una jovencita en los comienzos de su vida licenciosa. Es un vaticinio terriblemente cruel pero, al mismo tiempo, original y muy descriptivo del pensamiento y la moral de la época. Tampoco, en este ejemplo, el hombre se escapa del embeleso ni de la frustración de no ser el dueño del amor de esa muchacha. Habla enojado y desilusionado no solo por ella también por su propia suerte.

Otro tango parecido, pero con una descripción más ácida, llena de resentimiento y acompañada por una queja:

Tenés un camba que te hacen gustos
y veinte abriles que son diqueros,
y muy repleto tu monedero
pa´ patinarlo de Norte a Sud...
Te baten todos Muñeca Brava
porque a los giles mareas sin grupo,
pa´ mi sos siempre la que no supo
guardar un cacho de amor y juventud.

(“Muñeca brava”, música de Luis Visca)

El que cuenta la historia no puede disimular su fastidio y, como ya dijimos, detrás de tanta lisonja el motivo es siempre el mismo, el odio que genera el amor no correspondido.

En otro tango, la advertencia se transforma en una sentencia condenatoria:

Che, milonga, seguí el jarandón,
meta baile con corte y champán,
ya una noche tendrás que bailar
el tango grotesco del Juicio Final.

(“La reina del tango”, música de Rafael Iriarte)

Pero no todas las minas se marearon con tangos y champán -algunas como en el caso siguiente-, mantuvieron relaciones sinceras con el hombre amado, aunque con escaso éxito:

Yo no sé por qué senderos...
Yo no sé por qué camino...
En qué extraños remolinos
nos perdimos para siempre...
Sólo sé que comprendiendo tu valor...
te dejé para salvarte, pobre amor...
La miseria es cosa fuerte,
merecías mejor suerte... Corazón...

(“Hoy es tarde”, música de Juan Carlos Howard)

El tipo sabe que la mujer es buena, que lo quiso bien, y la valora. Reconoce, que su oferta de vida en común fue miserable y es más, la deja para salvarla. Es un caso similar al de "Confesión" (de Enrique Santos Discépolo). En síntesis, habla de las dificultades en la construcción del amor y en mantener viva su llama en circunstancias tan desfavorables.

En este grupo, donde pese al fracaso los amantes se respetan y comprenden, está esta joya que narra una cita llena de resignación y melancolía:

¡Afuera es noche y llueve tanto!...
Ven a mi lado, me dijiste,
hoy tu palabra es como un manto...
un manto grato de amistad...
Tu copa es ésta, y la llenaste.
Bebamos juntos, viejo amigo,
dijiste mientras levantabas
tu fina copa de champán...

(“Por la vuelta”, música de José Tinelli)

Y hablando de citas ¿por qué no una frustrada?

No vendrá.
Bien lo sé que ella no vendrá.
Y aunque esperar ya no quiero
otro rato más la espero.
No vendrá...
Pero igual pensando en ella estoy.
Ya por hoy no la veré
me lo dice la postrer
campanada de un reloj.

(“No vendrá”, música del propio Enrique Cadícamo)

La muerte no podía faltar en este repaso y, por supuesto, la difunta es la mujer amada:

¿Qué duendes lograron lo que ya no existe?
¿Qué mano huesuda fue hilando mis males?
¿Y qué pena altiva hoy me ha hecho tan triste,
triste como el eco de las catedrales?
¡Ah!... ya sé, ya sé... Fue la novia ausente,
aquella que cuando estudiante, me amaba.
Que al morir, un beso le dejé en la frente
porque estaba fría, porque me dejaba.

(“La novia ausente”, música de Guillermo Barbieri)

El alcohol como disparador de confesiones íntimas entre personajes que, en determinadas ocasiones, ni siquiera se conocen pero que padecen de las mismas angustias, de la misma soledad:

Ven a beber que estoy muy solo,
ven, buena amiga, flor nochera.
Yo soy un triste calavera,
vos, una más en el vaivén.
Ven a embriagarte yo te invito,
tal vez también tengas tus penas,
tus ojos dicen que sos buena.
Ven, magdalena del loco cabaret.

(“Dolor milonguero”, música de Juan Carlos Cobián)

El personaje invita a beber a una mujer de la noche, y le confiesa su desesperanza, le dice que está solo y triste, y hasta comprende que a ella pueda estar pasándole lo mismo.

¡Por supuesto!, la página de oro con similar argumento, pero con dos que se conocen mucho:

Esta noche, amiga mía,
el alcohol nos ha embriagado...
¡Qué importa que se rían
y nos llamen los mareados!
Cada cual tiene sus penas
y nosotros las tenemos...
Esta noche beberemos
porque ya no volveremos
a vernos más...


Los amantes se despiden resignados y beben confesándose su tristeza, haciendo un conmovedor balance de sus vidas. Están absolutamente, en paridad de condiciones, como dos iguales, ninguno es mejor que el otro están unidos por el dolor. Este tango es, sin duda, una de las obras maestras de Cadícamo.

Hoy vas a entrar en mi pasado
y hoy nuevas sendas tomaremos...
¡Qué grande ha sido nuestro amor!...
Y, sin embargo, ¡ay!,
mirá lo que quedó...

(“Los mareados”, música de Juan Carlos Cobián)

Al final, un remate a toda orquesta.

En cuanto a los amores pasajeros que mejor ejemplo que

La luz de un fósforo fue
nuestro amor pasajero.
Duró tan poco... lo sé...
como el fulgor
que da un lucero...
La luz de un fósforo fue,
nada más,
nuestro idilio.
Otra ilusión que se va
del corazón
y que no vuelve más.

(“La luz de un fósforo”, música de Alberto Suárez Villanueva)

Por último, y para ratificar la tesis que la madre es lo más sagrado:

Ella fue como una madre,
ella fue mi gran cariño...
nos abrimos y no sabe
que hoy la lloro como un niño...
Quién la va a saber querer
con tanto amor,
como la quise.

(“Pa’ que bailen los muchachos”, música de Aníbal Troilo)

El tipo no sabía cómo destacar la virtud de la mina y no se le ocurrió nada mejor que compararla con la vieja. ¿Existe un mejor elogio para un tanguero de ley?

¡Qué poeta Cadícamo! Un observador de lujo que reflejó en sus tangos las pasiones y los anhelos de tantas mujeres... ¡claro! vistas con los ojos de un hombre. Pero, pese a ello, con una mirada amable y afectuosa, por momentos hasta generosa, aún con las minas, en apariencia más pérfidas pero que, en realidad, simbolizan lo inalcanzable o, en el mejor de los casos, el amor perdido. Resulta obvio que los tangos elegidos corresponden a otras épocas, a otra Buenos Aires donde imperaba un machismo generalizado, con costumbres y valores —éticos y estéticos— muy distintos a los de nuestros días, pero tratándose de un tema universal que hace a la esencia de la condición humana, nos siguen conmoviendo.