Por
Ricardo García Blaya

El invento de Gardel

s curioso pero jamás escribí sobre el tema. Lo expuse en alguna oportunidad como una teoría propia, nunca lo pasé en limpio al papel.

Se trata de un invento maravilloso: la canción. No la correspondiente a una especie o a un género, la canción en general, toda la canción.

Antes de la segunda década del siglo veinte, las músicas con partes cantadas no tenían un orden melódico, ni una duración, ni una letra predeterminadas, obedecían a una lógica más parecida al canto de los juglares y trovadores, con improvisaciones y versos que cambiaban según quien las interpretase.

El lugar de la música eran los teatros donde las obras incluían géneros variados, valses, polcas y temas de zarzuela, con el tiempo, tangos con coloquios y diálogos entre los actores, lo que reconoceríamos hoy como “un sketch”. Otra manifestación vocal encontramos en el trajín de los payadores, con sus eternas historias versificadas, que amenizaban antiguas peñas y pulperías.

La industria fonográfica generó una revolución en la música y en las composiciones. A tal punto, que por primera vez, se registró el sonido de la voz humana y el cantor pudo escucharse a sí mismo. Pero tenía una limitación, los discos podían albergar una melodía breve, escueta, de tres a cuatro minutos como máximo.

A partir de “Mi noche triste (Lita)”, en 1917, posiblemente sin darse cuenta, Carlos Gardel reveló que una historia se puede contar en tres minutos o menos y lo más importante —que por parecer obvio se omite—, demostró que se pueden cantar los tangos (disco acústico Odeon Nº 18010-B).

De esto modo, nació para quedarse el tango canción. Seguramente, Pascual Contursi, poeta y guitarrero, en su afán de ganarse “el mango” cantando, le puso letra a una música pensada por su creador, Samuel Castriota, sólo instrumental, “Lita”.

Pero es Gardel el que intuitivamente se dio cuenta, que detrás de la limitación fonográfica existía todo un universo expresivo, poético y perdurable, generado a partir de esa contingencia en apariencia desfavorable.

Este nuevo paradigma es la canción, tal cual la conocemos hoy. Una pieza con una música y una letra, siempre las mismas, ambas reconocibles, unidas por un título, de breve duración, con la capacidad de ser repetida tal cual.

Bing Crosby, Maurice Chevallier, Charles Trenet, Jean Sablón, Frank Sinatra y tantos grandes artistas, deberían haberle agradecido al Mago este invento. Porque fue Gardel y no otro el que creyó en esos versos de Contursi, decidió cantarlos, los grabó y les infundió la gracia y el dramatismo necesarios para que lo efímero se convirtiera en trascendente.

Demostró así, que no era necesario la magnitud de una ópera o las cambiantes trovas y cantares de una zarzuela, para transmitir un relato con un principio y un final. Además, con toda las componentes éticas y estéticas de la obra de arte.

El Zorzal fue quien, también, aportó la técnica para hacerlo bien. Tanto fue así, que inició toda una escuela de canto que aún hoy continúa vigente. Y, sin que nadie le enseñara, instaló el yeite, el rasgo fundamental que debía complementar esa técnica, en el caso específico del tango. Si alguien no comparte esta apreciación, lo invito a revisar los discos de los payadores, Gabino Ezeiza, José Betinotti, Arturo De Nava, o los del “Padre del tango”, Ángel Villoldo y los de sus contemporáneos Alfredo y Flora Gobbi. El yeite y la técnica están ausentes en todos los casos.

El amigo Héctor Lucci disiente conmigo, dice que la canzonetta italiana es anterior al tango y que Enrico Caruso, en 1916, registró “O sole mio”, una canción con todas las letras (disco Victrola acústico Nº 87243, etiqueta roja).

En el primer punto estoy de acuerdo y lo manifiesto en mi crónica sobre los orígenes del tango. La canzonetta es uno de los antecedentes del género. En cuanto a la grabación de Caruso, no fue esta el disparador del formato canción, porque pese a ser una música popular, la canzonetta se quedó en los confines de la lírica. Sus letras evocaban lugares y emociones, pero no historias. Es Gardel sólo un año después, en 1917 y más acabadamente, a partir de 1920 con su conmovedora “Milonguita” (disco acústico Odeon 18028), que comienza la serie impresionante de registros cantados que fijan el concepto moderno y popular de canción.

Sin duda, esto lo convirtió en el mejor socio que tuvo la industria del disco, porque abrió un nuevo mercado, generando trabajo y riqueza.

Recuerdo que cuando pibe, viendo la televisión de los años 60, Charles Aznavour decía que había aprendido a vocalizar escuchando a Carlos Gardel. Me pareció que se trataba de una exageración o, del clásico halago del extranjero que visita Buenos Aires por primera vez buscando agradar. Estábamos tan acostumbrados a subestimar lo nuestro que, aún Gardel mediante, no le creí. Hoy infiero que no era así, que hablaba de verdad.

Gracias al Morocho y su invento, el tango pensado en sus inicios como una música exclusivamente orquestada, empezó a mutar hacia el tango canción, contando con la complicidad de otro gran intuitivo y eterno innovador, Francisco Canaro, que introdujo al cantor estribillista en su formación.

Otra importante derivación, fue la proliferación de letristas y poetas, de autores de obras musicales, de comedias y de sainetes. De esta forma, el género se fue enriqueciendo con las temáticas líricas que propusieron Celedonio Flores, Alfredo Le Pera, Enrique Santos Discépolo, Francisco García Jiménez, Enrique Cadícamo, Manuel Romero, Mario Battistella y tantos otros que los procedieron hasta llegar al gran Homero Manzi, a Cátulo Castillo, a José María Contursi y a Homero Expósito.

Sin duda, Carlos Gardel fue, es y será para sus admiradores, el ídolo inigualable del tango, pero también, siguiendo esta tesis, el que lo inventó cantado, el que indicó como hacerlo, el que lanzó el formato canción a nivel mundial y, finalmente, el que promovió una industria que ofreció y continúa ofreciendo, trabajo profesional a intérpretes y autores de todos los géneros.

Sin afán de perogrullo y apelando a una figura retórica, podemos concluir con una afirmación que se compadece con lo esencial y definitivo: ¡Gardel es Gardel! No hay vuelta que darle.