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Por
Sergio Pujol

Betinotti y las rubias de New York. El fox-trot en el repertorio de Carlos Gardel

n su última y poco conocida aparición en el cine, Gardel canta Amargura y Apure delantero buey, secundado por otras figuras latinas. Las ediciones se editan en The Big Broadcast of 1935, filme que a modo de revista musical incluye interpretaciones de Bing Crosby, Ethel Merman, Ray Noble, Amos’n Andy y el Coro de Niños Cantores de Viena. Gardel no ve Buenos Aires desde 1933. Morirá al poco tiempo en Medellín, en la cúspide de su carrera.

Su fama ha construido el inconfundible perfil criollista y tanguero, forjado desde 1913. Sin embargo, Gardel actúa en Long Island habiendo conocido la música norteamericana en su propio país. Más aún: antes de codearse con Bing Crosby, escuchar jazz en Harlem, ir a una función de “Roberta”, comedia musical de Jerome Kern, y seguir las indicaciones de Reinhardt para proyectar su imagen en el código descubierto de la sonorización, el héroe criollo ha grabado shimmies y foxtrots en un Buenos Aires cosmopolita y moderno. No se trata de grabaciones que representen a ese Gardel “esencial” que discos, cintas, fotos y recuerdos han canonizado. Pero es un material interesante. Por lo pronto, vale recordar que no se está ante un par de travesuras aisladas: 19 temas catalogados como shimmies y foxtrots nutren una discografía que también cuenta con 5 canciones francesas –con acompañamiento del jazzman Kalikan Gregor, un franco-armenio que compartió cartel con el cantante en la lujosas noches de Niza–, una versión más o menos libre de Danza de las libélulas de Franz Lehar y un exótico cofre con fado, pasillo colombiano, balada rusa, pasodoble, rumba, jota y aquella canzonetta detestada públicamente por Carlos de la Púa.

En una justa valorización de su significado sociocultural, Simon Collier afirma que a Carlos Gardel debemos ubicarlo en un mismo nivel con Maurice Chevallier, Al Jolson y Bing Crosby, emergentes todos ellos de una sociedad de masas que asiste a un proceso de acelerada internacionalización y comercialización que somete a sus productos a la gratificación de vastos sectores de la población mundial. Gardel comparte con los artistas anteriormente citados un standard de calidad desusada en la industria cultural. Esto lo pone en un sitio privilegiado; él controla, al no ser un producto prefabricado, sus movimientos dentro de los límites que impone el consolidado sistema de estrellas. Con voracidad moderna, arrojado sin prejuicios a una constelación de mediaciones –disco, filme, radio, foto, artículo periodístico, etc.–, el cantante se inserta conscientemente en un complejo tejido cultural que corre entre tradición y modernidad. Si los estilos y zambas que tan bien cantaba en los tiempos de Saúl Salinas y José Razzano lo afiliaban al canto criollo de la Argentina preinmigratoria cuando quería dejar de ser “el francesito”, el repertorio “internacional” –nunca contrapuesto a los otros– pone a “Gardel-imagen” en un pedestal al que no todo cantante está en condiciones de acceder. Entre esas puntas están los tangos, siempre equidistantes del eco de Betinotti y de las lecciones amistosas de Tita Ruffo.

La situación del fenómeno gardeliano a comienzos de los treinta se puede ligar a las transformaciones acaecidas en diversos ámbitos de la cultura popular urbana.

Ahí están como valiosos repositorios del nuevo estado cultural los ejemplares de revistas como “El alma que canta”, “La canción moderna”, “Sintonía”, etcétera. Ya a lo largo de los años veinte se puede notar desde “El alma que canta” el creciente espacio consagrado a las canciones “modernas”. La sección “Lo que canta el pueblo” es un mosaico: junto a tangos, temas de zarzuelas y tarantelas. El afilador es considerado “canción-rumba”, mientras que Fiesta es presentado como “rumba-foxtrot” (12 de enero de 1932). Las canciones no están solas; el cine Opera actúa como fuerte incentivo y colabora en la gradual evolución del gusto popular. Compartiendo páginas con propagandas de bandoneones y partituras tangueras, se ofrecen “los mejores m