Por
Norberto Chab

Pecci - Entrevista a Juan Pecci

u caso refirma el viejo precepto que dice que «de tal palo tal astilla». Su padre fue Vicente Pecci «el tano» aquel, flautista de la Guardia Vieja que interviniera en la formación de la primera orquesta típica, con Vicente Greco, allá por el año once. Su hijo criado en un ambiente propicio para el «cultivo» del tango, salió tal cual lo hubiera querido su padre. Al principio dominó el violín. Más tarde, Juan Pecci, aprendería el bandoneón. En América o en Europa, director o dirigido, en discos o en teatros, siempre tendría, una marca distintiva. La marca que sólo pueden tener aquellos que son representativos de nuestro tango. Y que perduran en el tiempo.

«Nací en la calle Rincón 1075, del barrio de San Cristóbal. Y allí mismo, en un patio, estudiaba violín con Ernesto Ponzio. Él fue compadre de mi padre y padrino mío. Tenía unos doce años cuando él me dio las primeras lecciones. Me enseñó el pizzicato, el staccato y el canyengue. Pero el “viejo” era muy celoso y no quería hacerme tocar hasta que aprendiera bien. Muchos amigos llegaban a casa, me escuchaban y le decían que ya andaba bien. Pero él dijo: «Hasta que yo no lo disponga, no». Recién cuando tenía quince años me vinculó con Domingo Santa Cruz. Con él y con el “tuerto" Camerano formamos un trío en el Bar San Martín de esa localidad. Así empecé...»



—También pasó por Montevideo, ¿verdad?

«Sí. Mi viejo me llevó a tocar en el café Tupí Nambá, en la calle 18 de Julio y Paysandú. Más tarde, tocamos en el Café Japonés, de la calle Sarandí 33. Fue una época en la que yo estaba más en el Uruguay que en la Argentina. Mi padre formaba sus conjuntos y me incorporaba siempre. A este Café Japonés venía a vernos nada menos que Eduardo Arolas, quien tocaba en el Café Zunino. Luego de un suceso confuso en su vida, debió emigrar a Europa. Allí se encontró con la gran competencia de Manuel Pizarro, quien copaba ese ámbito. Tendría que llegar Eduardo Bianco, años más tarde, para que el tango tuviera dos baluartes en Europa.»

—Claro qué para usted, antes de Bianco, existieron otros...

«Sí. A mi regreso, dos años más tarde, mi padre me presentó a Juan Maglio. Él estaba en el Café El Nacional; ésa fue mi primera experiencia en el centro de la ciudad. Mi verdadero debut profesional. Allí era segundo violín de Elvino Vardaro. Este era ya violín clásico, y su padre, don Antonio, me decía: «Con el tango non fa niente». No quería que se dedicara al tango. Pero lo convencimos. Trabajábamos desde la una de la tarde hasta la una de la madrugada. ¡Doce horas diarias! Estuve cinco meses. Desde allí alterné con algunas orquestas. Estuve con Juan D'Arienzo, quien me pagaba ocho pesos los cambios, con Anselmo Aieta y con José Servidio entre otros.»

—Hasta que llegó Eduardo Bianco...

«Tendría unos dieciocho años. Yo estaba en la Confitería Quilmes, de Tucumán, con Rafael Rossi. Bianco estaba en la París. Con nosotros tocaba otro buen violinista: Abraham Neibur. Bianco venía por la noche a escucharnos. Hasta que me encaró: «Mirá Juancito, te quiero llevar para hacer una tournée por las provincias, y después por Europa». Él tuvo que viajar abruptamente, llevándose sólo a Teresita Asprella como cancionista y a Agesilao Ferrazzano como violinista. Yo me quedé en Buenos Aires. Convinimos en que me llamaría. Cuando me enrolé, desde París recibí un cablegrama citándome. Recién cuando pude cumplir con el servicio militar, me embarqué con el bandoneonista Ambrosio Lotito.»

—En Europa comenzó otra etapa de su trayectoria...

«Sí. Allí permanecí veinticinco años junto con Bianco. Recorrimos los principales teatros del mundo. Con nosotros estuvieron, Héctor Artola, Domingo Maida —compañero desde la escuela— y otros muchachos. Llegamos hasta Rusia, pero sin ideologías. Llegamos hasta allí sólo porque a Bianco le atraía la idea de llegar a todos lados...»



—¿Qué clase de tango tocaban? ¿El estilo era europeizado?

«Tratábamos de hacer un estilo disarliano. Lógicamente, como no todos éramos del Río de la Plata, no era fácil meter a los músicos en nuestra idiosincrasia. Pero procurábamos hacerlo. Además, Bianco buscaba a los argentinos. ¡Pero ninguno quería salir del país! Si cuando yo regresé Troilo me dijo: «Vos sí que te diste el gusto de debutar en el Scala de Berlín». ¡Pero si él también podía ir! Lo que sucedía es que nadie quería moverse de la calle Corrientes. Conmigo pasaba otra cosa. Yo desde chico me iba al puerto a ver los barcos. Me gustaba viajar, era mi sueño. Hasta que me fui con Bianco. Allí pasé como bandoneonista. Con nosotros estaba Horacio Pettorossi, quien un día me aconsejó: «Largá la “tarasca” y agarrá el fueye, que hay pocos». Le hice caso y me quedé con ese instrumento.»

—¿Competía la orquesta de Bianco con la de Pizarro?

«Los dos eran fuertes. Y ampliamente reconocidas. Pero desde siempre existió una rivalidad. Por ejemplo, si uno ponía una propaganda con cristales, el otro se encargaba de rompérsela. Nunca fueron amigos. Y eso que la plaza era muy grande y podíamos coparla los dos. Pero tal vez por eso mismo, en lugar de apoyarnos mutuamente, existió ese enfrentamiento. Que se extendió ante la misma tumba de Arolas. Para costear los gastos del entierro se organizó una colecta. Lo mismo que sucedió con Ambrosio Lotito, quien falleció atropellado por un automóvil. A ésta comenzó a aportar algo Gardel. Él me derivó a mí el dinero, y yo fui recolectando entre la gente de Pizarro y de Bianco. Finalmente, terminaron disputando sobre quién había tenido la iniciativa de organizar la colecta.»

—¿Usted a Gardel lo conocía desde Buenos Aires?

«Curiosamente, no. Lo conocí en París, cuando él estaba actuando. Nosotros estábamos trabajando en el Empire: fuimos la primera orquesta argentina que se presentó allí. Y todas las noches, luego de la actuación, nos reuníamos en el Café Gabernein, sito en la rue Fontaine y en la rue Pigalle. Allí nos encontrábamos con Maida Irusta, Fugazot, Demare, Giliberti, un bandoneonista y yo. Gardel entraba al bar y lo primero que nos decía era: «¿Chimentos? ¿Chinche? ¿Algún lío, alguna cosa rara?» Le gustaba que le contáramos las novedades. Luego me reencontré con él en la frontera Ventimiglia-Niza. Pero en circunstancias muy distintas. Yo estaba pasando mis vacaciones. El quedó detenido allí, porque tenía su pasaporte vencido. Entonces me llamaron porque me avisaron que había un argentino detenido. Cuando lo vi me sorprendí. Le pregunté qué pasaba. Y me contestó: «¿Vos sabés que estos lonyis no me dejan pasar?». Me pidió que le renovara el pasaporte y que le dejara un mensaje a Madame Wakefield, quien vivía en la Villa Cimiez. Fui al consulado, donde el cónsul Olazábal me extendió un nuevo pasaporte para Gardel (en el que tuve que poner mis impresiones digitales) y luego me dirigí a la casa de Madame Wakefield para avisarle que Carlos estaba detenido. Era 1931, y como en la Villa Cimiez lo esperaban con una gran recepción, quería avisar por su situación. Por fortuna, prontamente se aclaró todo.»

Américo Bianchi, Pecci y Fiorentino, Hamburgo (1939)."/>

—Finalmente, se desvinculó de Bianco...

«El tenía una enfermedad muy grave. Debieron hacerle una operación muy delicada. No había trabajo, entonces. Y formé un conjunto. Nada menos que con los hermanos Astor Bolognini, Remo Bolognini y Ennio Bolognini. Con ellos tres, un pianista y el cantante italiano Carlo Moreno, trabajamos y grabamos en Atenas. Esto fue en 1940, ya separado de Bianco, quien quedó en Hamburgo. En Grecia estuve quince años. Creé un tema, que traducido al español significa “Dulce nostalgia”, que lo cantan hasta los pibes en la escuela. Debutamos en el Teatro Omonia. Después pasamos por los sitios más importantes de aquel país. Realizábamos un show con música internacional, ya que no todo era tango. Hasta que en 1954 regresé. Y no me fui más.»