Por
Norberto Chab

Pontier - Conversando en la casa de Armando Pontier (1979)

i hay un hombre preocupado en seguir evolucionando junto con el tiempo, ese es Pontier. Si hay un músico exigente consigo mismo, buscando nuevos caminos pero sin apartarse del tango tradicional, ese es Armando Pontier. Hay un duende creador dentro suyo que nunca lo abandona.

«Al tango no se lo puede explicar. Pero desde ya que no es un accidente en la vida de nadie, viene con uno. Yo, por ejemplo, cursé la escuela secundaria como pupilo en el Instituto León XIII. Y allí las penitencias que recibía eran por cantar tangos en clase. Es un misterio, porque en otros ritmos el sentimiento no está tan arraigado. Al tango se lo lleva dentro de la piel, por eso los argentinos cuando se encuentran en el extranjero escuchan un tango y sienten ganas de llorar. A pesar de gustarme muchas otras expresiones musicales, no las siento para interpretarlas. La peor enfermedad que tuve fue no poder trabajar. ¿Por qué? Porque siento la necesidad de poder expresar el tango.



«Recuerdo que a los seis años, en Zárate, mi ciudad natal, ya estudiaba guitarra. A mí me hubiera gustado tocar el piano, pero mi familia era de condición humilde y no podía comprar uno. De todas formas yo quería algo con teclado. Un día, mi padre vino a Buenos Aires, vio en la calle Libertad un bandoneón por cuarenta pesos y me lo llevó como regalo de cumpleaños. Fue lo mejor que pude recibir. A los seis meses de estudio —lo hacía con el maestro Trizzi— era tanto el amor que le tenía al instrumento, que debuté en el Teatro Coliseo, de Zárate, tocando solo en una fiesta de colegio. Aún no tenía doce años.

«Me acuerdo también, una serie de discos de Juan Maglio que había en casa, de los cuales recordé siempre: “El apache argentino”. Habrá sido por eso que cuando debuté solo, el primer tango que toqué fue ese. Por lo demás, no había en mi familia otros antecedentes musicales.

«En una fiesta de colegio me conoció Juan Ehlert, un gran maestro de música. Entonces comencé a estudiar armonía y composición. También fue maestro de Enrique Francini, Cristóbal Herreros, Héctor Stamponi. Toda esa gente surgió de Zárate. Estudiábamos en el Conservatorio Iberoamericano, integrando además, una orquesta que formaba el propio Ehlert. Así llegamos a Buenos Aires.

«A instancias de una tía mía, en 1939, comenzamos a trabajar en La Matinée de Juan Manuel. En ese entonces, se publicitaba mucho a Ana María Pugliese, con el slogan «La muñequita de la Casa Roy», empresa que auspiciaba la audición. Dimos la prueba con Juan Manuel y dio la casualidad que estaba en el estudio Miguel Caló acompañando a Elena Lucena. Nos escuchó tocar y de inmediato quiso conversar con nosotros. Yo estaba haciendo el servicio militar, pero me dijo que ni bien terminara me viniera a Buenos Aires, porque ya tenía un puesto asignado en su orquesta. Por eso, Francini ingresó antes que yo.



«En esa época, con un compañero de la conscripción, aprovechábamos los francos para ver a Aníbal Troilo. En ese momento, estaba Jorge Argentino Fernández en la fila de bandoneones. Los escuchábamos y volvíamos a la noche.

«Curiosamente, Caló formó una orquesta integrada casi totalmente por provincianos. En ella estuve hasta 1945. De los tres que proveníamos de Zárate, el primero en despertar fue Héctor Stamponi que se fue a México acompañando a Amanda Ledesma.

«El 1 de septiembre del 1945 debutó la orquesta Francini-Pontier inaugurando la casa Tango Bar, de Corrientes al 1200. Esa época de codirector duró exactamente diez años. Ya que en el mismo día, pero de 1955, debuté solo.

«¿Si fue una buena época? Pienso que sí. Aunque siempre recuerdo, aquellos gratos momentos cuando me alojaba en la pensión de la calle Salta 321, aquel fue el reducto de todos los músicos provincianos que, curiosamente, llegaron a ser algo dentro del ambiente.

«La pensión tenía un hall muy grande y, a eso de las tres o cuatro de la mañana, Emilio Barbato preludiaba algo en el piano. De pronto, se iban incorporando uno y otro hasta armarse una orquesta grande. Con el tiempo, todo el mundo venía de afuera a escucharnos, porque había trascendido.

«Un día, un amigo vino e decirme que Troilo estrenaría mi primer tango: “Milongueando en el cuarenta”. Casi me enojé. Le dije que no me hiciera esos chistes porque no me gustaban. Troilo, para mí, era tan grande que no pensaba seriamente en esa posibilidad. Pero era cierto. Cosas como éstas eran de las más lindas que me regaló el tango. Admirar mucho a un artista y que éste sea condescendiente con uno. El Gordo fue un superdotado y con mucha técnica además.

«Otro a quien admiraba era a Elvino Vardaro. Un día, antes de venir a Buenos Aires, le escribí una carta pidiéndole una foto. Cuando la recibí, el mejor marco de la casa fue para él. Tenía locura con él. Su manera de tocar, de decir, hablaba el mismo idioma que yo. Lo quería, lo admiraba. Son esas cosas que tenemos los que pensamos en la supersensibilidad.



«El tango me dio mucho, y siento que nunca se lo voy a poder devolver, sobre todo como compositor. “Qué falta que me hacés” tiene 300 grabaciones por todo el mundo. Y esto no es engrandecer el ego, pero cuando uno llega a un país y lo reconocen, uno se siente empequeñecido porque piensa: ¿Cómo uno anda por acá y esto lo conoce todo el mundo?

«Comparando con lo que pasa hoy, en 1979. Yo no podría decir que en el cuarenta hubo orquestas mejores ni peores. Pero hubo algo que los conjuntos de hoy no tienen, y que es la personalidad. Hoy no se puede distinguir, por la radio que orquesta está tocando. Nadie se atreve a decir esto es mío, lo he creado yo, es nuevo. Todos siguen los cánones repetidos. El último que se puso al servicio del tango y que tiene talento y personalidad es Astor Piazzolla. Pero después de él nadie.

«Estoy aferrado a una idea y lo estaré toda la vida: el tango entra por el oído y recorre todo el organismo hasta llegar a los pies. Por eso, la del 40 fue la mejor época, porque se iba a bailar. Actualmente, se ha dejado el ritmo y el ritmo es el que domina al mundo. Hemos perdido terreno. Pero de a poco lo estamos recuperando. Hay un Héctor Varela que vende miles de placas.

«Hay juventud, lo observo cuando trabajo, pero hay que reconquistarla. Sólo hace falta encontrar el motivo que pueda interesar a la gente y recuperar el mercado».