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Por
Juan Carlos Esteban

El discurso gardeliano

los 120 años del natalicio de Carlos Gardel me he convocado para participar de distintos homenajes en su memoria. Me parece que se olvidan que para los que amamos a Gardel es, casi, una adicción imperativa convivir con su imagen. No podemos sustraernos al misterioso influjo que ejerce su persona. Nadie necesita pedirnos lo que se ha convertido en una compulsión.

El ángel de Gardel habita nuestra existencia desde que nos introducimos en su mundo. Es decir, desde siempre. Pero me he formulado, en varias circunstancias en que abordé el tema, la misma pregunta. Se trata de la extraordinaria resistencia de Gardel a la inevitable erosión del tiempo. Para él eso no existe. Misteriosamente ha sido excluido. Y en cada caso, he encontrado distintas respuestas, todas verosímiles.

Gardel, como el Cid, sigue ganando batallas y adeptos, después de su tránsito definitivo apropiándome de un lugar común. Su vigencia e inmortalidad, curiosamente siguen creciendo a despecho de la aparición de nuevas formas musicales que, nacen y se extinguen sin explicación racional.

¿Será porque lo que inventó Gardel no es estrictamente música y canto? En efecto, el tango y Gardel son, además, una forma de vivir y de pensar, en un momento preciso de la sociedad argentina. Hay una insospechada simbiosis entre la sociedad de su tiempo y Gardel; un diálogo inaudible entre el elegido y su pueblo.

El tango es una transpolación, en forma musical, de una filosofía y un modo de sentir genuino y profundamente ético. No describe la sociedad argentina como un tratado de sociología urbana. Se involucra en ella. Toma partido. Los personajes del tango son básicamente morales y, los que renuncian a esos códigos de conducta, son condenados y descalificados.

En esa hipótesis, el barrio era el protagonista excluyente de lo que ahora llamamos la sociedad argentina. Tenía límites precisos. Su geografía era el patio, la vereda, la calle o la cortada y, hasta allí, se extendía nuestro hogar y, si me apuran, nuestro mundo. El zaguán era el pasador obligado que nos comunicaba con ese paraíso urbano que se llamaba barrio. En ese habitáculo convivían santos y malevos, aunque los códigos sancionaban a estos y enaltecían a los virtuosos.

El barrio era la universidad, la fragua, el molde donde, por contraste se elegía el futuro; el modelo de vida. Y, en ese medio, Gardel se erigió en su máximo exponente. Los describió a todos pero, también, los calificó a todos.

Por eso el tango encierra una lección moral donde se exalta a “Giuseppe el zapatero” y se denosta a Beltrán y sus polainas, a la advenediza Crisolda Valle o al rufián melancólico del querido Roberto Arlt. Y esos personajes convivían, sin mezclarse, en un mismo medio: el barrio.

¿Cuántos de estos seres que se describen en Aguafuertes Porteñas de Arlt, pasaron a ser elementos universales que, cohabitaban en las letras del tango y en nuestras vidas? En su libro desfilan una galería de nombres que nos fueron familiares, en las letras de los tangos y en nuestra niñez, aunque, con otros apelativos.

Y en medio de todos, asumiéndolos, está Gardel o mejor dicho su duende. Y él se introdujo en la piel de todos y cada uno de esos seres y, al describirlos, los inmortalizó.

El manejo de su voz, su tono, su acentuación, sus pausas inimitables, el colorido de sus registros, sus parlamentos producían el milagro de su capacidad mimética. No eran todos iguales. La cambiante inflexión de su voz los diferenciaba.

Era Gardel pero, al mismo tiempo, eran “Ventarrón”, “El pobre punga”, “Milonguita (Esthercita)”, “El que atrasó el reloj”, el torturado personaje de “Confesión” y tantos otros. Para cada uno tenía reservado el tono elogioso, el castigo, la compasión, la ternura. Su inflexión, la impostación de su voz, los matices, la riqueza cromática no eran siempre iguales. Eran distintas y cambiantes, para cada uno de sus personajes.

Fue el sumo sacerdote del barrio que tanto amó. Por eso no decía los tangos; los rezaba con el fervor y la hondura de una oración. Es cierto, Gardel no cantaba. Se me hace que rezaba compenetrado de cada circunstancia y, allí, reside la diferencia abismal con todos. Fue único en su tiempo y, por supuesto, también ahora.

Me cuesta creer en los milagros. Pero sospecho que él fue uno de ellos. Sus devotos cumplen el rito. Lo escuchan, como en aquel xilograma que dibujó Sigfredo Pastor. ¿Se acuerdan de “El hombre que escucha a Gardel”? Si la memoria no me falla, la caricatura no puede soslayar la actitud. En el dibujo, la unción es casi religiosa; de recogimiento.

No habrá ninguno igual, porque es imposible dar marcha atrás el reloj de la historia. Su tiempo, el tiempo de Gardel, se incorporó a la historia grande de nuestro país. No tiene retorno. Pero tampoco olvido. Para comprender ese majestuoso período no basta leer la historia. Es menester escuchar, al mismo tiempo, el sermón laico que nos recita Gardel, con unción cercana a la plegaria.

Entonces, él pone en movimiento, por infinita vez, la crónica inacabable. Revive la permanente letanía de sus héroes y villanos. Retorna a la escena, por enésima vez, la esperada y siempre nueva pollerita corta y los bucles despeinados, reviviendo los títeres que hablaban ruso y francés. Aparece, también, el ¡Che Bartola!, por costumbre, disfrazado de «Marqués de Boca Negra» y por qué no el drama de “Al pie de la Santa Cruz” y el barco que se pierde a la distancia. También “Acquaforte”.

Resulta casi imposible, entonces, comprender el fenómeno de la construcción de nuestra sociedad, desde 1880 hasta la gran crisis de 1930, sin pasar por el tango y su máximo cronista. Ninguna lección de historia de nuestra patria puede calar tan hondo en la problemática de aquel fascinante período fundacional, sin escuchar la misa pagana que nos reza Gardel.

Me atrevo a vaticinar que la lección moral de vida que nos propone, es, hoy, de rigurosa actualidad. No sé si se comprende que cuando se describen nuestros barrios y sus gentes, nos están dibujando con sabia humildad, los deberes que nos plantean las circunstancias que hoy nos toca vivir. Y eso tiene nombre. Recuperar la identidad nacional que se nos escurrió sin darnos cuenta. En suma, volver a soñar la Argentina.