TEMAS AQUÍ MENCIONADOS
Canaro Tango
El cencerro Tango
Por
Orlando Barone

Fresedo - Entrevista a Osvaldo Fresedo en 1976

stamos en Martínez; el río rumorea abajo en la barranca. Llueve como el segundo diluvio. Vamos a escuchar a Osvaldo Fresedo pero sin su orquesta, sólo dirigiendo su voz sosegada y tranquila. La casa es grande, inmensa para los dos que la habitan, él y Nenette, su esposa. Una piscina sin nadie desborda de lluvia en medio del parque. Por empezar con algo pregunto por el “Espiante”.

-¡El espiante!, ¿Qué lindo tango, no? Lo compuse cuando tenía 17 años y vivía en La Paternal. Mi padre había alquilado una casa quinta, una de esas casas que tenían mas jardín y pasto que habitaciones. Yo estudiaba hasta las doce de la noche porque me había agarrado el metejón con la música. Entonces solo con mi bandoneón, oía a lo lejos la ronda de los vigilantes. Allí había una parada y otra en la curva de Garmendia y otra más allá en la esquina del Hospital Tornú. En medio de la noche yo escuchaba “Tururú, tururú, turú”. El sonido inconfundible del silbato de la ronda. Y fíjese, así quedó grabado en el tango que lo hice y tuvo mucho éxito, ¿sabe?...

-Usted me dice que tenía 17 años con toda naturalidad y le pregunto si todo fue tan fácil como me lo cuenta.

-Bueno, a mí me parece que si. Yo hice la partitura, la llevé a una editorial y me la aprobaron. Calcule que estamos hablando del año 1914 o 1915. Cuando no había radio y tocar el bandoneón era un prestigio que se disputaban los muchachos de cualquier barrio. El músico, el que tocaba, era una especie de mito ¿sabe? Si hasta el que llevaba el bandoneón a uno empezaba a tener fama o se daba dique.

-¿Pero no a todos les ocurrió como a usted, a tocar como usted?

-Es cierto, pero en mi casa mi madre era profesora de piano, sentía la música, nos hacía escuchar a los clásicos. Pero yo por culpa del bandoneón y de la noche me enojé con mi padre. Es que para ir a ver a los grandes de ese tiempo como Juan Maglio, Domingo Santa Cruz, Augusto Berto, el Tano Genaro, me escurría de casa y empecé a faltar al negocio donde trabajaba con mi padre. Durante un tiempo viví en una piecita que me prestaba Nelo Cosimi, él fue el primer actor del cine argentino. Para vivir pintaba paredes y casas, las blanqueaba con cal y yo lo ayudaba. Por entonces me había comprado un bandoneón chiquito, de 50 voces, con el que daba serenatas y tocaba en algún baile de muchachos.

-Para entonces usted seguía componiendo además de tocar, ¿quién le enseñó?

-Creo que fui un intuitivo, desde muy chico me di cuenta que tenía uno de esos oídos privilegiados y lo que escuchaba lo retenía aquí adentro ¿sabe? Por suerte mi padre, después se dio cuenta y me compró un bandoneón de concierto, uno en serio, y me puse a aprender con Carlos Besio, que de día era cochero del cementerio de la Chacarita y de noche tocaba. Cuando vaya por la estación La Paternal fíjese en una casa que tiene dos copas de cemento, que da sobre las vías del tren. Bueno, allí mi padre instaló un café para que yo tocara y no saliera por allí hasta la madrugada y allí formamos un dúo con José Martínez, el pianista autor de “Canaro”, “El cencerro” y tantos más.

-Pensar que a usted se lo llamó “El pibe de La Paternal” y que raro ¿no?, después pasó a convertirse en director de una orquesta para elegantes, o para exquisitos.

Yo siempre seguí en lo mío. Esa música de melodía limpia, llena de matices, el equilibrio de bandoneones y violines. Yo que soy bandoneonista siempre llené el escenario con cuerdas. El bandoneón no es un instrumento completo y si son muchos ensucian el sonido. Quiero decirle que yo quiero impresionar a la gente con la melodía, quiero tocarla en el corazón, pero con delicadeza ¿sabe? Además una orquesta, es un mundo que tiene que estar de acuerdo. Lo primero que hacía era convencer a cada uno de los músicos que sintieran lo que iban a tocar. Claro, para eso era necesario dedicación, fanatismo y tiempo, cosas que ahora no hay. Ensayo cada instrumento por separado. Primero las cuerdas, después el piano, los bandoneones y el violonchelo. Voy marcando los matices, esas sutilezas de la música que quiero que toquemos. Nunca me apuro en reunirlos a todos juntos, hasta que cada uno sepa y lleve metido en la piel que es lo que va a hacer. Cuando llega el momento del encuentro están preparados. En ese primer contacto de la orquesta, cada uno de los integrantes puede percibir y gozar los efectos de un “fortíssimo” o un “pianíssimo”. Y el que toca el violín escucha como suena acompañado por el piano. Y eso es lo lindo. No el virtuosismo que es para un solista, sino el conjunto impresionando, llegando al alma de la gente.

-¿Y los grandes virtuosos, a quienes admiró de su tiempo?

A Cobián, en el piano. Tal vez a Minotto, pero no, él era un gran técnico, perfecto, pero sin corazón. Ahora todos me preguntan por Piazzolla, y yo sé que es el más grande virtuoso con el bandoneón que he visto. Pero claro, él no haría lo que yo hago con una orquesta, esa manera de inculcar, de persuadir el oído, el alma.

-¿Y usted aquí en su casa, sigue tocando?

-No, hace años, tampoco el piano, los veo, están con polvo encima y no me da tristeza. Me gustaría volver a ser joven para hacer mucha música otra vez.

-Veo una foto color sepia donde se lo ve al lado de una avioneta, entonces le pregunto ¿Y esto?

-Fue por el año 1923, era un avión SVAR de 240 caballos, lo compré por 4.500 pesos. Por ese entonces gané una carrera en La Plata y tuve el brevet de piloto 231. Yo era bastante aventurero de muchacho. Entonces ya había viajado a Estados Unidos con Enrique Delfino y Tito Rocatagliatta, contratados por la Victor en 5.000 dólares. Pero no era mucho, nuestro peso estaba dos a uno con el dólar. Allí en Filadelfia, compartí algunas tertulias con Gardel y Le Pera y de los discos que grabé, había uno que de un lado tenía el tango “Entrada libre” y del otro “Entrada prohibida”.

-¿Y aquella música, esos compases eran distintos, eran más fáciles que los que vinieron después?

-También se hacían ligados y staccatos. Yo en el viejo Cine Ástor, donde después estuvo el Astros, allá por el treinta tenía una orquesta filarmónica de veintiocho músicos, con instrumentos de viento como el clarinete y el oboe y de metales como el pistón y el trombón y en otra orquesta puse el vibrafón y el arpa.

-¿Cómo se hizo conocido en salones y embajadas?

-No sé, pienso que fue cuando tocaba en el Royal Pigalle, luego allí pusieron El Tabarís, allí se hacían bailes donde los hombres iban de smoking y también de jaquet. Era cita obligada de cuanto casamiento importante había en Buenos Aires. Allí me conoció mucha gente y luego me llamaban. Toqué en el Palacio Errázuriz cuando vino el príncipe de Gales, y también cuando el gobernador Cantilo homenajeó al Príncipe Humberto.

¿Tiene muchos gatos por lo que veo?

Si, gato que llega se queda, es el animal de la noche y de los solitarios. Pero yo no soy muy solitario, “noctivago” sí. Estoy acostumbrado a acostarme muy tarde. A eso de las tres de la mañana, comienzo a leer el diario de la mañana y me duermo como a las seis. Vivo un poco al revés, como antes. Desayuno a las tres de la tarde y luego doy vueltas y vueltas, pasa el tiempo, estamos juntos con Nenette.

Fresedo se alisa el cabello, se recuesta en el sillón y mira caer la lluvia. Un amigo suyo que nos acompaña fue al tocadiscos y comenzó a sonar una melodía armoniosa y emocionante que invade el living. Fresedo en voz baja me dice: «Son Los Diez Mandamientos, lo grabé con Daniel Riolobos. Son poemas religiosos y tangueros, escuche como suena.», y lentamente se va. Pero no la melancolía ni la lluvia.

Publicado en el diario Clarín, agosto de 1976.