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Por
Antonio Rodríguez Villar

Un recuerdo a Eladia

o! ¡Permanecer y transcurrir
no es perdurar, no es existir,
ni honrar la vida!
Hay tantas maneras de no ser,
tanta conciencia sin saber
adormecida…
Merecer la vida no es callar
y consentir tantas injusticias repetidas…
Es una virtud, es dignidad
y es la actitud de identidad más definida.
Eso de durar y transcurrir
no nos da derecho a presumir.
porque no es lo mismo que vivir…
Honrar la vida./gg/

Eso era, eso es Eladia Blázquez: una constante y activa insistencia en honrar la vida. Hay en ella una absoluta identificación entre su obra y su vida. No había una dicotomía entre la mujer y su obra.

Es muy difícil para mí y para mi mujer María Nieves, hablar de Eladia pues se entrelazan una muy estrecha y honda amistad personal de más de 30 años con la admiración a la artista, a la poetisa, a la compositora.

Estábamos fuera del país cuando nos enteramos del desenlace después de pelearle a una enfermedad contra la que luchó mucho tiempo. Pocas veces se me arrugó tanto el corazón como cuando, desde Buenos Aires, nos llamó nuestro hijo Javier para darnos la noticia. La esperábamos en cualquier momento, pero —aún así— fue muy duro saberlo.

Es que Eladia fue una luz que nos iluminó a todos. Los elogios son innecesarios. Ahí está su vastísima y rica obra que nos exime de elogios, elogios —por cierto— a los que siempre escapaba. Podríamos aquí analizar el valor poético y social de sus canciones, pero ese sería un trabajo más extenso y profundo que este apretado recuerdo.

Había nacido “en un barrio donde el lujo era un albur”, allá en Avellaneda. Por eso, siempre, tenía “el corazón mirando al Sur”. Como el Gordo Aníbal Troilo —de quien era muy amigo y se tenían una gran admiración mutua— nunca dejó su barrio. Lo sentía y allí tenía calados sus afectos primeros a los que convocaba para pensar, para estar con familiares, para recordar sus raíces.

Su madre era de Granada y su padre de Salamanca, dos ciudades mágicas de nuestra España. Cuando nos reuníamos con Eladia, siempre nos acordábamos de aquella copla del poeta mexicano Antonio de Icaza: “Dale limosna mujer,/ que no hay en la vida nada,/ como la pena de ser,/ ciego en Granada”.

Eladia era una excelente intérprete. Sus grabaciones lo atestiguan. Pero prefería componer, «Si el oficio de cantar es hermoso porque permite la comunicación directa y rápida, -decía-, mucho más lo es el de la creación. Esa condición sin tiempo, esa fuga de la realidad, ese transmutarse en miles y miles de seres que piensan y sienten como nosotros, y que esperan encontrar en nuestro leguaje el idioma de su sensibilidad». Y vaya si dominó esa sensibilidad creativa.

Fue autodidacta, si bien una mujer finamente culta. Ella misma decía que había sido muy mala alumna y que terminó el ciclo primario a los ponchazos. «Después, —comentaba—, traté de cultivar la lectura, las amistades y mis propias experiencias para suplir en parte esa falta de información. Por lo tanto, —agregaba con cierta sorna—, si no escribo mejor no es porque no sé es porque no puedo».

Era alegre, vivaz, sarcástica, con un finísimo sentido del humor y de la ironía. Pero también era retraída. Quiso estar siempre distante del halago, quizá por tener que sobrellevar una gran timidez, la timidez del talento que sabe que todo es perfectible. Quienes no la conocían bien, podían pensar que era callada o distante. Nada de eso. En reuniones pequeñas, —las que prefería—, era una castañuela: graciosa, alegre, ocurrente, simpática, mordaz, burlona. Surgían allí, como una avalancha incontenible, todos sus ancestros andaluces.

No quería, no le gustaba hablar de sí misma. Cuando se le preguntaba por alguno de sus tantos éxitos, los describía como si hubiesen sido escritos por otra persona. Como el Gordo Troilo, le huía al “yo”. Sentía un gran rechazo por los ególatras y los soberbios. «No los aguanto» era su comentario. Su modestia no era una pose, como como la de muchos que juegan a ser humildes y modestos y sólo son patéticos. Sabía, desde ya, la importancia de sus composiciones pues eran el resultado de un minucioso y esforzado trabajo. Ella misma decía: «Pero, ¿cómo es el oficio de la canción?... ¿Se recibe, se aprende, se cultiva?... ¡Las tres cosas!».

Sus canciones -más allá de poseer ese inmenso talento creador- eran el resultado de una paciente y meticulosa obra de orfebrería renacentista. Surgía la idea de una letra y luego buscaba y elegía cada palabra cuidadosamente para que tuviera la exacta dimensión y trascendencia de lo que quería expresar. Sabía, como dice en uno de sus poemas, distinguir el sol de un queso y el aroma de un queso al de una rosa.

El amor que siempre sintió por España y que bebió desde que naciera, la llevó primero a cantar y bailar canciones españolas. Cuando había cumplido apenas 8 años, debutó en público y comenzó a ser conocida entre los amantes de la música española. Después, ya más grande, se sintió atraída por lo melódico y comenzó a cantar y componer boleros y canciones románticas. Y su dinamismo creativo la condujo luego a componer también temas criollos. Y aquí, otra vez, brilló con luz propia. Vayan como ejemplos "Río, río" y "Ya me voy, ya me estoy yendo", cueca que grabó el Grupo Vocal Argentino que dirigía el Chango Farías Gómez.

Y después vino el tango. Se podría decir -desde ya equivocadamente- que Eladia era más porteña que argentina. Por supuesto que le dolían -¡y cómo!- los vendavales que azotan y hieren nuestra tierra. Pero su preocupación cotidiana, sus inquietudes, sus asombros, estaban en Buenos Aires. Y eso la trajo, naturalmente, al tango.

Eladia y el autor
Una vez, hace de esto muchos años, caminábamos por la avenida Sáenz, frente a la Iglesia de Pompeya, pues me había pedido que la acompañara a casa de José Dames, -el inolvidable compositor de "Fuimos", "Nada" y "", entre otras joyas-, que vivía un par de cuadras atrás de la basílica. Era una tarde de sol radiante, puro, sereno, sin castigo. Íbamos a paso firme, lo recuerdo muy bien. De pronto se para y me dice: «Tonito, vamos a ese boliche a tomar un café. Tengo ganas de mirar a Buenos Aires. ¿Te das cuenta qué maravilla es esta ciudad? ¡Y es toda nuestra!»

Ella misma explicaba cómo llegó al tango al preguntarse si acaso la facultad de sentir y expresar a la ciudad y a nuestra gente es un privilegio exclusivamente masculino. «¿O es que las minas, -decía-, no formamos parte de este enjambre humano que es Buenos Aires, y no nos duele igual su trasfondo gris, que nos destiñe a veces la alegría y nos hermana con nuestras más puras esencias?»

Aunque me des la espalda de cemento,
me mires transcurrir indiferente;
¡te quiero!... Buenos Aires y a tu gente,
y entre tu gente, sin querer, te encuentro,
me encuentro.
Porque soy como vos,
que se niega o se da;
¡te proclamo Buenos Aires, mi ciudad!

La canción popular latinoamericana nos ha regalado mujeres excepcionales: Chabuca Granda en el Perú, Violeta Parra en Chile, Dolores Durán en Brasil, María Grever en México. Eladia Blázquez integra merecidamente ese exclusivo parnaso de creadoras inmortales.