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Por
Julio Puppo

El debut en Montevideo

n grito de guerra, nacido en los cafetines de los suburbios y que se extendió rápidamente a otras actividades con las características de un refrán popular, señala una etapa en la historia de la canción criolla. Era éste: «¡Cantá, Medina, cantá!» y se originó así: Juan Medina, payador en la época en que los había muy buenos, era un obrero gráfico que, ni bien había parado las últimas letras en el taller de “El Día”, ya de madrugada, salía con la guitarra colgando del brazo a cantar su desesperanza de muchacho enfermo en los boliches del “Bajo”. Payadas de contrapunto, en las que se jugaban el honor y el amor propio de cantor, le habían valido una gran ascendencia popular. Pero ya la tisis, muy avanzada, le estrangulaba la garganta y apenas si podía modular un verso. Era entonces que sus consecuentes partidarios le alentaban con la expresión que se hizo popular: «¡Cantá, Medina, cantá!», sin pensar que con esa frase estaban caracterizando la culminación de un ciclo. Pues mientras por un lado se estaba atento a eso, por otro lado se iba gestando el advenimiento de una nueva etapa: la del cantor, o intérprete que sustituiría al payador, o repentista, en la predilección del pueblo.

La cosa empezó así:
«-El “tambo” marcha mal» —había dicho Visconti Romano, empresario del Teatro Royal, a su colega Manuel Barca— «”el tambo” necesita números de atracción: vete a ver si los consigues en Buenos Aires.»

Y Manuel Barca, que por algo había merecido el calificativo de “Rey de los empresarios”, embarcó esa misma noche. Era en el invierno de 1915. Allá, se pone en contacto con gente del oficio. Robrero, el popular bailarín de pase corrido y ocho cruzado de la Compañía Vittone, lo conduce al Teatro Nacional, donde hacía sus primeras presentaciones un dúo criollo, cuyo nombre no decía nada todavía: Gardel-Razzano. Acompañaba en la guitarra el negro Ricardo. La cosa había empezado y ya nadie la detendría. Se citan para la salida en un café cercano. El primero en aparecer es Razzano, ya entonces encargado de la administración. Oye la oferta sin poder creerlo.

«-¿No se reirán de nosotros?» —pregunta aturdido.
Le teme al público uruguayo, que considera muy exigente.
«-Por eso, el triunfo va a ser más grande» —contesta Barca, lleno de fe.

En eso llega Gardel: es un mozo gordo, redondo. El sobretodito marrón, pespunteado, le llega apenas hasta la rodilla; era la moda; gacho blando, con el ala caída sobre un ojo; bufanda rayada blanco y negro. Todo él irradiaba simpatía. Enterado de la proposición se muestra, lo mismo que su socio, incrédulo al principio. Escucha con atención pero es mucho su temor al fracaso. Lo confiesa resueltamente, seriamente: «-¿Al menos tendremos para volver a Buenos Aires?»

Es una frase histórica: pensaba si conseguirían para el pasaje en aquel tiempo, que costaba tres pesos ida y vuelta, con derecho a cena y desayuno. Había gente que hacía el viaje nada más que por comer. Sin embargo estos muchachos se inquietaban ante la incertidumbre. Es que una experiencia muy dura pesaba sobre ellos. Y Barca, que también había sido educado en la rigurosa escuela de la calle, lo entendió en seguida.

«-¿Cuánto quieren ganar?» –les pregunta.

Los hombres se miran entre ellos, meditan un instante, al cabo del cual se expide Razzano:
«-Con franqueza, dígame: ¿cincuenta pesos por día es mucho pedir?» Se trataba de pesos argentinos.
«-¡Ustedes no saben lo que valen!» —contesta Barca sinceramente conmovido. Y el trato quedó cerrado.

No sabían lo que valían y hubieran demorado mucho o quizás no habrían llegado nunca a saberlo si no es por Manuel Barca. Corresponde, pues, que se le reconozca. Eran por entonces dos modestos cantores que hacían sus primeras presentaciones “en serio”, en el teatro, ante el público porteño.

Su actividad se había iniciado en marcos muy humildes: cafetines de arrabal y pulperías de campaña, donde levantaban un tabladito con las propias mesas y recibían como compensación el producto de una rifa, organizada por ellos mismos, de una botella de coñac o de vermut. De este modo, el recibimiento que les prodigó Montevideo les llenó de asombro, de pavor.

La ciudad estaba prácticamente empapelada con el retrato de ambos, pañuelo al cuello y gachito cantor, cuando el barco atracó a muros. Con las guitarras colgando del brazo, los conducen a desayunar al Café Bon Marché, en Florida y Soriano, bajo la intensa lluvia de aquella fría mañana de julio. Al observar la bienvenida que les daban los muros llenos de carteles, Gardel se sintió, una vez más, apabullado. Era como un sueño hermoso.
«-Che Barca: ¡van a creer que soy un Caruso!» -protesta amigable.
«-¡Te aseguro que lo sos!» -lo alienta Barca.

Y esa misma noche hacen una exhibición en privado. La sagacidad de Manuel Barca no ha olvidado ningún detalle. Ya Vicente Salaberry. periodista inquieto por la cosa popular, ha publicado en "La Razón" un extenso reportaje. Se va fomentando la expectativa, y esa noche, en la sala del Royal actuarán para la prensa y autoridades. Están presentes: el Jefe Político, señor Sampognaro, Oficial primero de la Jefatura, Antonio Sanguinetti; los críticos teatrales Cyro Scoseria, "Bebón" Blixen, Eduardo Dualde, Ulises Favaro, Ángel Méndez, Julián Nogueira y los señores Enrique y Roberto Aubriot, doctor Penco y E. Antuña. La cosa empezó a las 6 y media y terminó a las 8 y media.

El día del debut no cabía un alfiler en el Teatro Royal. Con precisión cronométrica, Barca me relataba hasta los menores detalles de esta jornada, inolvidable para él. Empieza el dúo con "La pastora" y sigue Razzano con una de aquellas cifras suyas; vuelve Gardel con "El pangaré". El público delira de entusiasmo; realmente está en presencia de algo excepcional. Y ya entonces se oye por primera vez el grito que sería clásico y que vendría a señalar el comienzo de una etapa nueva: «¡Cantate otra, Carlitos!» El público lo ha hecho su amigo y lo tutea y lo aclama como a un ídolo.

Es la una y pico de la madrugada y todavía no se han desocupado las localidades del teatro. En su camarín Carlos Gardel está llorando cuando entra Barca a felicitarlo. «-Hermano Barca» -musita apenas, ahogado por la emoción- «todo... ¡todo esto te lo debo a vos!»

Así fue el debut de Gardel en Montevideo, lo que importa mucho, porque señaló su primer gran paso decisivo hacia la celebridad. Ya no se detendría más. Así se apagó el eco de aquel grito de guerra nacido en los bodegones de la orilla, cediendo al que señalaría el ocaso del payador, el advenimiento del cantor: «¡Carlitos, cantate otra!»

Publicado en http://letras-uruguay.espaciolatino.com/puppo/index.htm