Por
Gaspar Astarita

Adiós Nonino

n 1999 se cumplieron cuarenta años de la creación de “Adiós Nonino”, la obra más representativa de Astor Piazzolla. Compuesta en 1959, con motivo de la muerte de su padre, se convertiría en un clásico. Su autor, de prolífica obra de compositor, tiene composiciones más importantes y de mayor aliento, pero “Adiós Nonino” es y será, para siempre, sinónimo de Piazzolla.

«Todo compositor, por más vasta que sea su producción, tiene siempre alguna obra que, sin ser la mas lograda, es la que define su estilo. En ella, por exacta y armoniosa conjunción de ciertos valores, el autor ha exteriorizado su sensibilidad, ha desnudado sus raíces, evidenciando su formación y desarrollado su capacidad creativa, logrando en esa síntesis la identidad de toda su labor.

«Razones de impacto en el gusto popular, la aceptación y la incitación que provoca en los ejecutantes que, al incluirla en sus repertorios, crean los canales indispensables para procurarle la difusión necesaria y hacen que esa composición se hospede para siempre en los oídos y en la emoción de amplios auditorios.

«Aparte de los valores técnicos y estéticos, lo cierto es que a través de todo ese contexto un determinado trabajo de composición concluye siendo para su autor una especie de resumen de su personalidad artística.»

Y a este concepto que dejé expresado en mi trabajo sobre Abel Fleury (GraFer, Chivilcoy, 1995), lo podemos aplicar con certeza y convencimiento a la obra que mas identifica a Piazzolla en todo el mundo y en todos los niveles: “Adiós Nonino”.

Su producción autoral, copiosa, digna y variada, dentro y fuera del tango, ya que incursionó en composiciones realizadas conforme a otras estructuras de carácter europeo, exhibe obras de gran proyección. Pero sospecho que “Adiós Nonino” es y será para siempre —repetimos— sinónimo de Piazzolla. Así este interpretada por orquestas dentro de un estilo más tradicional, como la impecable versión que dejó grabada Leopoldo Federico, o bien como la que escuchamos recientemente en Chivilcoy por el trío de cámara del violoncelista Diego Sánchez, en arreglo especial de José Bragato.

Adiós Nonino” fue compuesto hacia 1959, cuando Astor andaba en gira por Centroamérica. En esos momentos recibió la noticia de la imprevista muerte de su padre, don Vicente Piazzolla, a quien apodaban Nonino.

Llegado de Nueva York, de vuelta de esa gira, en un momento de profunda tristeza, de angustias económicas —puesto que su viaje al Norte había significado un fracaso, como fracaso también resultó su intento de imponer el jazz-tango—, se sumaba ahora la desaparición de su padre, allá lejos, en la Argentina. Es cuando escribió “Adiós Nonino”. Bajo la presión de semejante estado de ánimo brotaron espontáneamente las inmortales notas.

Recompuso el primitivo “Nonino”, tango que había compuesto en París en 1954 (hay una grabación de esa obra por la orquesta de José Basso, de julio de 1962), del cual conservó la parte rítmica. Reacomodó lo demás y agregó ese prolongado y melódico fragmento, de notas largas y sentidas, en el que subyace un profundo, ahogado y angustioso lamento.

El llanto contenido y el dolor del hijo, a tanta distancia, se manifestó en ese triste y acongojado pasaje. En esas dos frases de ocho compases (cuatro más cuatro), que se repiten formando un precioso tramo de dieciséis compases, está el auténtico sentido y justificación de la obra.

El artista, sin lágrimas, lloró esa noche, pero a través de su arte. Y dejó para la historia de la música argentina una de sus más bellas e imperecederas páginas.

Y como a un verdadero clásico, se le dedicaron muchísimas grabaciones. Conjuntos reducidos, orquestas compuestas por numerosos músicos, y solistas también, han brindado las más variadas versiones de “Adiós Nonino”.

La primera es la del autor con su quinteto: Piazzolla en bandoneón, Jaime Gosis en piano, Quicho Díaz en contrabajo, Horacio Malvicino en guitarra eléctrica y Simón Bajour en violín, conjunto que lo registró en el sello Antar-Telefunken (Montevideo), en el año 1960. Y ese tramo melódico y emotivo de la composición, reservado casi siempre a la cuerda —que es la que mejor puede expresarlo—, estuvo a cargo de la formidable interpretación de Simón Bajour, uno de los mejores violinistas que ha tenido el tango. La dulzura de su sonido, la delicadeza de su interpretación y su extraordinaria sensibilidad supieron captar y exponer el mensaje de dolor que el autor dejó implícito en ese fragmento, en forma admirable.



Creo que ese pasaje no fue superado nunca. Enrique Francini, Hugo Baralis, Elvino Vardaro, Fernando Suárez Paz, Reynaldo Nichele, Mauricio Marcelli y muchos otros han dejado registros bellísimos de ese trozo. Pero —desde mi apreciación, que seguramente resultará opinable—, sigo sosteniendo que el arco de Bajour, al menos en ese registro, esta por encima de todos.

No pretende este comentario subestimar el irreprochable despliegue bandoneonístico de Piazzolla repitiendo el mismo pasaje, ni la labor pianística de Jaime Gosis, pero sigo aferrado a mi concepto y a mi oído: lo de Simón Bajour es inmejorable.

Originalmente publicado en Tango y Lunfardo Nº 148, Año XVII, Chivilcoy, 16 de enero de 1999.