Por
José Pedro Aresi

La Vitrolera

oherente conmigo mismo, pretendo fotografiar una estampa de mi época de pibe y que, en cierta forma, tiene que ver con aquello que en ese ayer, hacíamos fuera de casa. Cuando recuerdo, ¡Todo huele a vos, barrio mío!

En la esquina oeste de Rivadavia y Fonrouge estaba instalado El Record, café con «vitrolera». En el ángulo sudoeste del local, se levantaba un palco elevado donde, durante el día, podía verse una «vitrola» callada y una silla vacía. Casi debajo de ese lugar, comenzaban a alinearse las mesas de billar. El resto del local era ocupado por las tradicionales mesas de café, donde varios pocillos y un cenicero fueron los privilegiados espectadores de una escalera servida, de un full, un poker o una generala que, a veces, se dormía sobre la superficie de madera lastimada por el incesante repiquetear de los dados sobre ella.

Cuando llegaba la noche, El Record mudaba su fisonomía. Se corrían las cortinas de las vidrieras y el palco era ocupado por la «vitrolera». Sentada al lado del novedoso instrumento, cruzaba sus hermosas piernas, dejando ver algo más de lo usual y menos de lo que todos querían ver. Era el tiempo de los discos de pasta de setenta y ocho revoluciones por minuto, con sólo un tema por faz. El disco giraba sobre el plato de la «vitrola», gracias a un procedimiento mecánico llamado cuerda. Dando varias vueltas a una manija, la cuerda mecánica se tensaba y luego, al quitarle el freno al plato, el disco comenzaba a rodar y un «pickup» cromado, con una membrana redonda y una púa de acero en su extremo, reproducía la voz. ¡Nada de electricidad, todo mecánico!

Cuando la noche del café era invadida por la siempre seductora «vitrolera», el billar, los dados y el dominó, se convertían en una mera excusa para aliviar la tensión que esa mujer despertaba. Ella, haciéndose la desentendida, leía una revista, mientras un tango sonaba en la «vitrola»; pero llegado el momento de dar vuelta o cambiar el disco, la mujer —con toda intención— movilizaba su sensual humanidad de manera tal de atizar el deseo de los clientes.

Las cortinas corridas de las ventanas, impedían ver —desde afuera— lo que sucedía dentro del local. El misterio ritual que parecía encerrar el café, daba piedra libre a la fantasía de los chiquilines que se reunían en su vereda, esperando se abriera la puerta o que un parroquiano complaciente levantara —como al pasar— una punta de la cortina, para entonces poder observar a la «vitrolera» de piernas cruzadas y figura insinuante; inmersa en aquél submundo, mezcla de sensualidad, humo de cigarrillo y vaho de alcohol.

(*) Se llamó «victrola» a un aparato parlante que reproducía la voz contenida en los discos de pasta y que era fabricado por la Victor Talking Machine Co. de Estados Unidos.- «Vitrola» es una deformación linguística de la designación original y en los cafés se designaba con el nombre de «vitrolera», a la mujer que la operaba.