Por
Néstor Pinsón

ue el creador del sainete en la Argentina. Un tipo de obra teatral, generalmente calificada como género chico. El diccionario la define: pieza teatral dramático jocosa de carácter popular.

No fue una gloria del teatro pero caló hondo en la sensibilidad del pueblo.

Su obra representa, aún en su liviandad, un verdadero documento de época. De cuando las corrientes inmigratorias llevaba a la mayoría de los recién arribados a vivir en hacinamiento, sufriendo con las dificultades del idioma y la diversidad de culturas, sumado a la desesperanza del presente y la incertidumbre del futuro.

Los trazos gruesos de tal situación fueron exactamente captados por Vaccarezza, pero tuvo la virtud de desdramatizarlos. En sus obras estaban los malos y los buenos, pero cuando ya se orillaba la tragedia, porque salían a relucir revólveres o cuchillos, los bravos contendientes arrugaban o alguien se encargaba de hacerlos entrar en razones. Los finales eran siempre felices y románticos.

Fue compañero de colegio de Armando Discépolo, amistad que se prolongó en el tiempo. Y una interesante coincidencia, ambos enfocaron la mirada, en los huéspedes de los inquilinatos y los conventillos, que eran viviendas muy humildes, que estaban habitadas por personas de distintos orígenes. Era el desfile de la inmigración pobre que arribaba en busca de un horizonte mejor, huyendo de guerras y persecuciones étnicas u ideológicas.

Eran los «gallegos» (así se llama en la Argentina a todos los españoles cualquiera sea su región de nacimiento), los «tanos» (todos los italianos), los «rusos» (denominación para todos los judíos de cualquier país) y los «turcos» (todos los provenientes de Turquía, Siria, Líbano y países árabes, sin distinción alguna) y mezclados entre ellos, algunos porteños de bajo nivel y otros provincianos tan inmigrantes como los extranjeros.

Su observación sobre esta gente no superaba el plano de lo deivo y costumbrista, sin pretender la profundidad del drama; por el contrario, Armando Discépolo les penetró el alma, indagó en la psiquis de cada uno de ellos, con ironía y hondura. Fue considerado el creador del grotesco en el teatro argentino.

Vaccarezza fue una autor prolífico de letras de tango, también zambas, estilos y ritmos afines que poblaron los repertorios de cantores y cancionistas a partir de los años 20.

Como Luis César Amadori, Manuel Romero y Mario Battistella llegó a la canción a partir del teatro, imponiendo su sainete, al que supo encontrarle la fórmula precisa. Hasta la llegada de la radio y por unos años más, el teatro fue el difusor de la canción popular. Fuera drama o fuera comedia, en todas las obras no podía faltar el personaje cantor o la joven cancionista. Muchas veces recurriendo a nombres ya populares para realzar el interés del público.

Carlos Gardel le grabó 13 temas: “La copa del olvido” (con música de Enrique Delfino, en 1921), “Otario que andás penando” (también con Delfino, en 1932), “Adiós para siempre” (con Antonio Scatasso, 1925), “Adiós que te vaya bien (con Delfino, 1924), “Araca corazón” (Delfino, 1927), “Eche otra caña pulpero” (Delfino, 1923), “El carrerito” (con Raúl de los Hoyos, 1928), “El poncho del amor” (Scatasso, 1927), “Francesita” (Delfino, 1924), “No le digas que la quiero” (Delfino, 1924), “No me tires con la tapa de la olla” (Scatasso, 1926, a partir del tango primitivo del mismo título), “Padre nuestro” (Delfino, 1923), “Talán talán” (Delfino, 1924).

Otros intérpretes le cantaron “La canción” y “Botines viejos” (ambos con Juan de Dios Filiberto) y también “Atorrante”, “Calle Corrientes”, “Julián Navarro” (con Francisco Canaro), “Pobre gringo” (junto con Juan Caruso y música de Antonio Scatasso), “Muchachita porteña” (con Mariano Mores), entre muchos otros.

Fue hombre de radio, tanto como charlista breve, como autor de cantidad de guiones para propuestas de diverso tipo.

Escribió poemas, sencillos, sin mayor vuelo, pero bien aceptados cuando los recitaba por la radio y que fueron editados en libros con los siguientes títulos: La Biblia Gaucha, Dijo Martín Fierro y Cantos de la vida y de la tierra —y alguno más— todos criollos, ninguno ciudadano, para equilibrar, porque dentro suyo bullían tanto el hombre de la ciudad como el hombre de campo.

También desarrolló una intensa actividad gremial, tanto en ARGENTORES (Sociedad argentina de autores), como en La Casa del Teatro. Fue de los primeros en luchar para conseguir el aporte de los propietarios de las salas teatrales, el derecho autoral, con situaciones plagadas de anécdotas que contaba con toda gracia.

Reconoció dos ocupaciones antes que el teatro fuera su muy fructífero medio de vida. El de rematador de muebles, al que llamaba estilo «Luis catre» (haciendo alusión en la humorada que eran de muy baja calidad en contrapartida a los estilos en boga Luis XV y Luis XVI) y anteriormente, a sus 17 años, ayudante en un juzgado. Allí comenzó, trazando grueso las características de sus compañeros mayores. Nació su primera obra: El juzgado, representada en 1903 por un grupo filodramático entre los que estaba un joven Carlos Perelli (luego reconocido actor casado con la actriz Milagros de la Vega).

Dicen que registró unos 200 títulos. La mayoría llegaron y pasaron, más allá de la buena respuesta de su público, pero otros quedaron para siempre, incluso alimentando el argot del porteño, porque títulos, frases y palabras surgidas de su imaginacion se incorporaron a nuestro lenguaje.

En 1911, gana un concurso en el teatro Nacional de Pascual Carcavallo que de inmediato le echó el ojo. Fue con Los scruchantes (del lunfardo: ladrón que emplea la violencia con puertas o ventanas, muebles o caja fuertes. El scruche.) Luego deben nombrarse El cabo Rivero (llevado al cine), Juancito de la Ribera (representada por la década del 60 por el cantor Jorge Vidal), Lo que le pasó a Reynoso (llevada al cine), Cuando un pobre se divierte, Murió el sargento (también llevada al cine) y fundamentalmente estas dos: Tu cuna fue un conventillo (llevada el cine) y el inusual éxito de El conventillo de La Paloma, que a partir de su estreno superó largamente las mil representaciones contínuas, pero en la milésima representación decidió renunciar la actriz que personificaba a La Doce Pesos, porque adujo entonces que su carrera debía buscar otros caminos, y tuvo razón. Se trataba de Libertad Lamarque.

Dijimos que le encontró la fórmula al sainete y aquí va un ejemplo. En la obra La comparsa se despide (1932) cuando el personaje Serpentina se lo debe explicar a un turista norteamericano:

Poca cosa:
un patio de conventiyo,
un italiano encargado,
un yoyega retobado,
una percanta, un vivillo.
Dos malevos de cuchillo,
un chamuyo,una pasión,
choques, celos, discusión,
desafío, puñalada,
aspamento, disparada
auxilio, cana y telón.

Y debajo de todo eso,
tan sencillo al parecer,
debe el sainete tener
rellenando su armazón
la humanidad,la emoción,
la alegría, los donaires
y el color de Buenos Aires
metido en el corazón.


¿Una fórmula sencilla? Pero ninguno que recurrió a ella obtuvo los mismos resultados, el mismo reconocimiento. Vaccarezza manejaba un lunfardo pintoresco y ponía en boca de sus personajes parlamentos altamente ocurrentes para su público. El crítico teatral Jaime Potenze ha dicho: «No es arriesgado reconocer que Vaccarezza, sobre todo en su vena sainetera, es el autor más popular que ha dado el país, al extremo que considerarlo un clásico no parece exagerado».

Para reafirmar su fórmula va esta anécdota: Tuvo una larga discusión con su amigo José González Castillo por cuestiones de versificación. Finalmente aquel lo desafió a crear un soneto en el menor tiempo y delante suyo. Don Alberto no se amilanó y en minutos escribió:

Un soneto me manda hacer Castillo
y pa’ poder zafar de este brete
en lugar de un soneto haré un sainete
que para mí es trabajo más sencillo.

La escena representa un conventillo,
personajes: un grébano amarrete,
un gallego que en todo se entromete,
una grela, dos taitas y un vivillo.

Se levanta el telón. Una disputa
se entabla entre el yoyega y el goruta
de la que saca el rana pa’l completo.

El guapo despreciao por la garaba
se arremanga pa’l final... viene la biaba...
¡y se acabó el sainete y el soneto!


Y para mostrar su faceta de observador también del hombre de campo, pero allí no más traspasado el arrabal, el hombre con mayor libertad, más sereno y filosofeador, van estos Consejos del viejo Irala (de 1936):

Todo cristiano al nacer
trai dos alforjas vacías
y la vida en sus porfías
solita se las enllena
poniendo en una las penas
y en otra las alegrías.
Y la virtú superior del hombre que tiene luces
es no perderse en los cruces
al repartirse las cargas
y tantiar que las amargas no pesen más que las dulces...
Nunca renegués de Dios
aunque dudes de que exista
no hagas lo del anarquista
que a Dios maldecía y luego
que un rayo dejó ciego
a Dios le pedía la vista.
Si algún amigo en la mala
necesita tus favores
no esperes a que mejore la situación que aqueja,
El que anda en huella pareja no necesita cuartiadores.
Mas nunca hagas las gauchadas
del comesario Romero
que soltaba los cuatreros
diciéndoles, sin empachos,
vayan a robar muchachos
que precisamos dinero.
Cuando a ser cantor te lleven
el gusto o la obligación
no te vandién de gritón
y ricordá en la largada
que la voz no vale nada
donde falta entonación.


Y para terminar con esta semblanza, recordar de Tu cuna fue un conventillo, la historia de aquella otra milonguita que un día dejó la pieza del bulín, atraída por las luces del centro para nunca más volver. Aquella que comienza:

Era una paica papusa
retrechera y rantifusa,
que aguantaba la marruza
sin protestas hasta el fin.