Por
Julio Nudler

Mario Abramovich le cuesta hablar de sí mismo. Y hasta como violinista, sea por timidez, por inseguridad, rehuyó el protagonismo. Así, una de las condiciones que planteó al integrarse al Sexteto Mayor en reemplazo de Reynaldo Nichele fue que nunca tocaría solos. Pero de entrada nomás, en la primera actuación, le reservaron cuatro solos complicados. Disgustado, sin importarle las consecuencias, en la mitad de un tango guardó el violín y se fue. Estaban actuando aquella noche en la Casa de Gardel. El otro violinista de ese momento, Fernando Suárez Paz, salió en su búsqueda por la calle Jean Jaurés y logró que volviera, prometiéndole respetar su deseo. Pero al día siguiente Suárez Paz abandonó el sexteto y Abramovich, momentáneamente único violín, debió tocar todo lo que había jurado no tocar. Luego se incorporó Hugo Baralis, quien después de muchos conflictos con los demás fue sustituido por Mauricio Mise. Éste permaneció hasta que una grave enfermedad lo obligó a apartarse. Ese vacío fue cubierto entonces por Eduardo Walczak.

David Abramovich, su padre, había venido de la ciudad ucraniana de Ekaterinoslav (Dniepropetrovsk) en 1905, huyendo de la guerra ruso-japonesa. Se jactaba de haber establecido la primera fábrica de gorras que tuvo Buenos Aires y, nada menos que en la casa que había sido habitada por Domingo Faustino Sarmiento, hoy museo. David, casado y con dos hijos, enviudó y volvió a casarse entonces con Rosa Diarnantstein, una muchacha a la que doblaba en edad, oriunda de la Galitzia polaca. De esa segunda unión nació Mario el 31 de octubre de 1926, en la casa de Warnes 354. Cuando tenía seis años, el padre le dijo llorando que estaba arruinado, que lo había perdido todo, incluida la casa, que fue a remate. Debieron resignarse a vivir entonces en un conventillo de Villarroel y Darwin, cerca de las canchas de los clubes Atlanta y Chacarita Juniors. Más tarde, ya instalados en Flores, David compraba trajes usados, y con el casimir que podía recuperar confeccionaba gorras. Eso era lo que él sabía hacer. Mario estudiaba violín desde los siete años forzado por sus padres, que pese a la penuria reunían los 10 pesos mensuales para el profesor. Al primer maestro que le tocó en suerte lo despidieron porque un día golpeó a su alumno tan ferozmente con el arco en la cabeza que le hizo brotar sangre. Simplemente se había excedido en un castigo que, por lo demás, era completamente normal. Concluida la escuela primaria, Mario comenzó a trabajar en una fábrica de guantes, donde ganaba 30 pesos por mes, a cambio de los cuales debía acarrear fardos de cueros desde la curtiembre de Gurruchaga y Murillo, y soportar los malos tratos del patrón. El hermano mayor de Mario, queriendo vengarlo, se trepó una noche hasta el balcón de aquel explotador y cagó allí tanto cómo pudo. Pero al día siguiente, cuando el chico llegó al trabajo, recibió de su perplejo y furioso patrón la orden de limpiar aquella mierda. Mario maldijo para sus adentros la ayuda del hermano protector.

A los quince años ingresó, recomendado por Ciriaco Ortiz, a quien había conocido en sus andanzas por los cafés, en la orquesta de Nicolás D'Alessandro, cuyo primer bandoneón era el gran Gabriel Clausi. Aquella primera experiencia terminó abruptamente: fue una noche en que, presionado por sus músicos, D'Alessandro fue a exigirle al dueño del Marabú un aumento en el contrato. Lo que en cambio logró fue el inmediato despido, que determinó la disolución del conjunto. Pero Mario no permaneció mucho tiempo inactivo. En 1943 fue captado para la excelente orquesta Howard-Landi, binomio formado por el talentoso pianista Juan Carlos Howard y el apuesto cantor Mario Landi, sobre arreglos de Argentino Galván e Ismael Spitalnik. Actuaban en radio El Mundo y en el Marabú.

Su historia de tango siguió con Argentino Galván, en la orquesta que el excepcional músico de Chivilcoy dirigía por radio Belgrano, en la época en que presentaba como vocalistas a Carlos Vidal y las hermanas Arce. Abramovich tocaba también en el conjunto de la pintoresca Ebe Bedrune, La mujer tango, donde Bernardo Lerner oficiaba de primer violín.

Respecto de aquellos tardíos años 40 sería en realidad más fácil decir en qué orquestas no tocaba Abramovich, quien llegó a actuar en doce simultáneamente y, por las tres grandes cadenas radiales: El Mundo, Belgrano y Splendid. Algunas de esas agrupaciones eran las de Manuel Buzón, Edgardo Donato, Lorenzo Barbero, Héctor de la Fuente, Carlos Demaría, Pedro Laurenz y Francisco Rotundo. Estaban además las orquestas de primera fila a las que se sumaba como refuerzo en las grabaciones, como Aníbal Troilo, Osvaldo Fresedo y Juan D'Arienzo. Pero tanta actividad sólo le permitía vivir decorosamente. Ni siquiera le alcanzaba para comprarse una casa. Recién tuvo la suya en 1970, veintiún años después de casarse con Dora Margulies.

Con su aversión a los solos, Abramovich se sintió a gusto en la orquesta del bandoneonista Héctor Varela, que escapaba de todo virtuosismo. Como primer violín de aquel mediocre conjunto (que sólo en sus inicios, entre 1950 y 1952, desplegó cierta calidad musical, con arreglos de Alberto Nery y Ernesto Rossi), tuvo la misión de afiatar la fila de cinco violines (entre ellos Roberto Guisado), que ensayaba por separado. La incorporación de Abramovich como primero generó resistencias, que lo indujeron a apartarse del conjunto. Pero Varela insistió y lo impuso como cabeza de la cuerda. Tras aquellas fricciones iniciales, Guisado se convirtió en uno de sus más íntimos amigos. Mientras tanto, la orquesta arrasaba. El mercado del tango podía estar en declinación para otros. Con las voces de Argentino Ledesma y Rodolfo Lesica, Varela vivía su apoteosis. Hasta que cometió el fatal error de encabezar un lock-out de los directores en 1956 y despedir a todos sus músicos. De aquel paréntesis, y de la partida de Ledesma hacia Carlos Di Sarli, Varela no pudo ya recuperarse.

Abramovich nunca fue un estudioso del violín. Sólo acudía a un maestro cuando se sentía tocando fondo. Los días y las noches se le pasaban haciendo tango en radios, bailes, cafés y cabarets. Sin embargo, en 1963 consiguió entrar por concurso en la Filarmónica del Teatro Colón, luego de prepararse intensivamente con Abraham Seleson. En aquella ocasión, después de haber actuado con Florindo Sassone, se fue a su casa a cambiarse, y de allí al Colón para rendir su prueba con un Bach, un Bruch y la tranquilidad de quien se acepta derrotado de antemano. Cuando, en cambio, supo que había vencido, quedando incorporado a los primeros violines, salió aturdido del teatro y caminó como sobre algodones hasta la madrugada. Así empezaron sus quince años en la Filarmónica, con intervenciones también en la Estable como violinista agregado. Aquel mismo concurso permitió el ingreso a la Filarmónica de otros cuatro violinistas de tango: Enrique Francini, Julio Grana (primeros), Carmelo Cavallaro y José Votti (segundos).

Pero la música clásica no desalojó al tango. Abramovich, incorporado a la orquesta de Héctor Varela, siguió con ella hasta su ingreso al Sexteto Mayor en 1973. Las giras cada vez más prolongadas de esta agrupación lo obligaron a optar. Fue así que renunció al Colón en 1977. En realidad, había llegado allí buscando una ocupación estable al ver desaparecer las fuentes de trabajo en el tango: los cabarets cerrados, los bailes que ya casi no existían. Pero el sexteto encabezado por Luis Stazo y José Libertella, nacido como la reunión de seis solistas que querían sacarse las ganas de hacer buen tango, consiguió saltar la barrera de una Argentina entre indiferente y hostil, logrando afuera lo que era imposible adentro: ser un éxito haciendo tango. En 1983 llegó Tango Argentino, un espectáculo puesto en París para seis funciones, pero que se mantuvo nueve años en cartel, con especial suceso en Broadway. Más tarde sobrevendría el éxito internacional de Tango Pasión y la definitiva inserción del Sexteto Mayor en la rentable veta del music-hall tanguero, con las imaginables concesiones.

Como compositor, Abramovich puede mostrar dos tangos, ambos en colaboración con el bandoneonista Luis Stazo: “Preludio a Francini”, en homenaje al gran violinista, y “De moño”. Compusieron un tercer tango, también instrumental, aún sin nombre. Inútil preguntar qué hizo cada cual en esas obras: ése es un secreto que juraron guardar.