Por
Alberto Heredia

olamente un grande puede entregar un arreglo orquestal a Aníbal Troilo y no sufrir el implacable tormento de la goma de borrar de Pichuco, de la que no se salvaba nadie. Ese raro privilegio se produjo en 1958, cuando Emilio Balcarce, en su condición de orquestador, entregó las partituras de “La bordona”, su obra más significativa por la belleza de su melodía, que suena siempre actual a pesar del tiempo. Ya era el inspirado músico que había transitado el pentagrama en todos sus sentidos y que, penetrando en los secretos de la perfecta armonía, daba forma a los mejores sonidos de las más importantes orquestas.

Enamorado de la música, su sangre se nutre de la savia del tango y el dos por cuatro circula por sus venas, desde el momento mismo en que sus dedos acarician las cuerdas de su violín y trasmiten su sentimiento a la botonera del fueye, al que llegó por propia determinación, para hacerlo llorar o cantar al influjo de su fuerza expresiva, la dulzura de sus matices y lo armonioso de sus acordes.

Apenas llegada la mayoría de edad y luego de haber pasado por el conjunto de Ricardo Ivaldi, forma su propia orquesta, cuya continuidad posterga para adornar con su violín la del maestro Edgardo Donato. Su inquietud lo lleva a formar nuevamente su orquesta propia, contando con la participación de quien seria luego uno de los grandes de la historia del tango: Alberto Marino.

Desvinculado Alberto Castillo de la orquesta de Ricardo Tanturi, este le encomienda la dirección de la orquesta que lo acompañará como solista, logrando grandes éxitos como “Manoblanca”, “Anclao en Paris”, “Charol” y “Amarras”. Alternando su actividad con otras grandes figuras, vuelve a formar orquesta a pedido de Alberto Marino, quien desvinculado de Aníbal Troilo, se lanza como solista, produciendo éxitos inolvidables como “Organito de la tarde”, “El motivo”, “Desencuentro”, “La muchacha del circo”.

Con sus enormes conocimientos de instrumentos, armonía y contrapunto, comienza a incursionar en el arreglo musical, en que debe aplicar no solo su talento, sino interpretar el alma, el gusto y la voluntad del músico director para el cual está escribiendo. Así se va empapando del espíritu de aquellos para los cuales hace los arreglos, penetrando en sus secretos más íntimos e imprimiendo un sello propio a las orquestas de Aníbal Troilo, Alfredo Gobbi, Francini-Pontier, José Basso, Leopoldo Federico, entre otros.

Nuevamente en la ejecución, se incorpora en el año 1949 a la orquesta de Osvaldo Pugliese, en la que comparte la línea de violines con Camerano, Cacho Herrero y Carrasco, formación brillante en que lucen como bandoneones Osvaldo Ruggiero, Jorge Caldara, Gilardi y Castagnaro, con Aniceto Rossi en contrabajo y el maestro desde el piano. También hace su aporte como arreglador, imbuido del estilo impuesto por Pugliese y Ruggiero. Además, la orquesta graba, en septiembre de 1949, su tango “Bien compadre”.

Posicionado como segundo violín —Herrero era el primero—, son dignos de recordar sus trabajos en “El tobiano”, “Pasional”, “Si sos brujo”, “Caminito soleado”, “Por una muñeca”, “Nonino”, entre otros de gran jerarquía. Luego de 20 años, en 1968 decide tomar nuevos rumbos y con sus compañeros Osvaldo Ruggiero, Víctor Lavallén, Cacho Herrero, Julián Plaza, Aniceto Rossi y Jorge Maciel, forman el Sexteto Tango, que con su pluma adquiere un estilo muy rico, cercano al de Pugliese.

Con este conjunto viajan a Japón, Francia, Rusia, España, Holanda y todos los países de Sudamérica. Tras muchos años de actuación el sexteto va teniendo algunos cambios y Emilio decide retirarse radicándose en la ciudad de Neuquén. Pero el destino dispone otra cosa y es así que, en el año 2000, un músico joven, Ignacio Varchausky, propone a la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires crear una orquesta que recree el espíritu y los estilos de la década del ’40 para la enseñanza de las nuevas generaciones. Así nace la Orquesta Escuela de Tango, designándose a Balcarce como su director.

Se aboca entonces a trasmitir a los alumnos el conocimiento de los estilos más significativos de aquellas orquestas, a partir de los arreglos originales de las mismas. El curso es de dos años de duración y los alumnos van recogiendo la enseñanza de lo que no está escrito: formas de expresión, apoyaturas, acentos, matices, yeites y la espontaneidad que se recoge en los ensayos para enriquecer las melodías. Con una formación muy afiatada, han egresado ya varias camadas de jóvenes músicos llegados desde diversas latitudes. Importantes maestros apoyaron la tarea como invitados: Julián Plaza, Ernesto Franco, Horacio Salgán, Leopoldo Federico, y Alcides Rossi, entre otros.

En París, la orquesta contó con la participación de maestros de la talla de: Néstor Marconi, José Libertella, Atilio Stampone, Rodolfo Mederos y Raúl Garello.

Dos discos: De Contrapunto y Bien Compadre, son el testimonio de las excelentes interpretaciones realizadas bajo su experta batuta.

Y como dijo Ignacio Varchausky: «Emilio Balcarce es realmente un maestro, pues enseña; su música y el amor por la música enseñan, su tango y su amor por el tango enseñan. Nos enseña sin darse cuenta y no se da cuenta, porque muy raramente se propone enseñar nada, sino simplemente compartir lo que él sabe y siente. Cada acento, cada arrebato, cada efecto que él pide, es una forma de acercarnos más a lo que él denomina “expresión porteña” y que de a poco empezamos a entender. Hablar de Emilio es hablar de lo mejor que tiene el tango; ese Tango que tanto orgullo nos da disfrutar y compartir con el mundo sabiéndolo nuestro».

Simpático, risueño, abierto al dialogo, deslumbra a la gente que embelesada, bebe de su sabiduría y se refugia al abrigo de la paz que irradia su figura.

Es un maestro que transitó las calles de su Villa Urquiza, viviendo con la gente, con sus anhelos y sufrimientos, que entiende de las penas y alegrías ajenas. Admirado por sus pares, por sus alumnos y por el gran público, sigue trabajando como el primer día, con gran entusiasmo, creando nuevos arreglos para sus alumnos.