Por
Jorge Waisburd

egún los datos terrenales, Mingo nació en Buenos Aires y según recuerda el dolor, se fue físicamente antes de cumplir 46 años.

Especie de eslabón único e irremplazable entre Aníbal Troilo y Astor Piazzolla, su bandoneón y su impronta se distinguen nítidamente del resto de sus colegas.

El gran Leopoldo Federico me dijo algo así como: «Toda la inspiración de mi trío se la debo a Mingo. El marcó un camino». Y es que desde su primera formación —el Buenos Aires Trío—, hasta el evolucionado Trío Contemporáneo —que supo formar por primera vez en el 1967 y que renovó varias veces—, siempre tuvo un sonido original, moderno, reconocible e irresistible.

Mingo escribía y tocaba como si le dictaran desde arriba. Cuando se lo dije, al poco de conocernos, me miró con sus ojos de transparencia, su sonrisa franca como la de un chico y con su vocecita pequeña que aún escucho me preguntó, pícaro: «¿Se nota?»

Profundamente creyente, sorprendentemente humilde, con una emotividad a mansalva, Mingo fue un Hombre y un Artista elevado. Sabía disfrutar y sufrir como nunca he visto a nadie. Y amar, y tocar y escribir.

Había debutado en La Botica del Ángel, a los 20 años, él y su bandoneón, solitos. Y allí se lució —sin buscarlo—, durante varias temporadas. Actuó prolongadamente en El Viejo Almacén, en la época del reinado de Edmundo Rivero. Y lo llamaron para formar parte de las orquestas de Osvaldo Piro, José Colángelo, Carlos García y la de su maestro Julio Ahumada. Tuvo su Octeto, su Orquesta y el Trío, claro.

Supo acompañar a Ruth Durante, Roberto Goyeneche, María Eugenia Darré, Olivia Molina, Graciela Susana, Inés Miguens y, entre muchos otros, a sus amigos Carlos Barral, Daniel Río Lobos, Gabriel Reynal, Carlos Varela, Guillermo Fernández, Guillermo Galvé.

Tenía la extraordinaria virtud de dar con su bandoneón el marco exacto que el tango necesitaba, pero al mismo tiempo pasar desapercibido, poniendo el acompañamiento para que luzca la voz, o, dicho de otro modo, La Música al servicio de La Poesía.

Caso único: alguna vez, por pedido de una grabadora, y con la expresa autorización del Gran Astor, hizo un cambio (reemplazo) al fueye de Piazzolla.

Viajó por todo el mundo, siempre con su jaula a cuestas. Canadá, Japón, Alemania, Francia, etcétera. Hay videos suyos, presentándose en la TV de muchos de esos países. Hay discos del Trío Contemporáneo editados en Alemania, en Japón, en Francia. Aquí, es difícil encontrarlos.

La anteúltima vez que se presentó ante el gran público, fue en La noche de los fueyes, cierre de La Cumbre del Tango, septiembre de 1992. Y la última vez, fue casi un juego... Estaba Mingo en mi casa, un domingo, cuando llega Adriana Varela. Nunca se habían visto. Entre mates y anécdotas empezaron a tocar juntos. Dos horas después, estábamos improvisando un recital en La Paz. Se empezó a llenar de gente. Terminó cerrándose la Avenida Corrientes. Guardo esa grabación como una joya. Antes de que pasara un mes, una feroz anemia perniciosa se llevó a Mingo en 5 días.

Dejó escritos un puñado de tangos. Algunos con letra de Héctor Negro, otros en colaboración con Roberto Díaz [b] (ambos le dedicaron exquisitos poemas), con María Eugenia Darré, con Carlos Barral, con Eugenio Majul, etc. El último tango se iba a llamar “El Big Bang”, y la letra era mía. Pero vino otro big bang, y el tango quedó inconcluso.

Luego le escribí un tango (“El ángel azul”), que ya nunca tendrá música.

Mingo tenía un hijo y una hija a los que adoraba. Y amigos entrañables, como Natalio Etchegaray, Julio Pane, Saúl Cosentino, Raúl Luzzi, Yoshinori Yoneyama, Leopoldo Federico, Gloria y Rodolfo Dinzel, Jorge Göttling, Héctor Negro y muchos más.

José Gobello, Roberto Selles y otros, le han dedicado palabras de profunda admiración y cariño. El obituario de Jorge Göttling fue una obra de arte, de profunda emoción.

Sus amigos, mi familia, mis perros y mis plantas extrañan su amor y sus cuidados. Y yo, además, su bandoneón.