Paisaje

La estación. Dos vías. Al lado, el camino.
Agitado oleaje del mar del trigal
y la margarita de un viejo molino
fingiendo a lo lejos un punto final.
El calor sofoca, pero se avecina
la tormenta amiga conjurando el mal
y la flecha viva de una golondrina
es como un diamante rayando un cristal.

Qué ganas de gritar,
gritar, gritar,
igual que cuando chico,
la frase familiar:
"Que llueva, que llueva,
la vieja está en la cueva;
los pajaritos cantan,
las nubes se levantan...
Que llueva, que llueva,
la vieja está en la cueva".
Y es tal mi aturdimiento
que en fuerza de gritar
ni me doy cuenta casi
que está lloviendo ya.

Luego el sol asoma su cabeza rubia;
lo veo a lo lejos de nuevo brillar
entre el fino fleco del tul de la lluvia
que va silenciando su repiquetear.
Y mientras del fondo de la lejanía
un tren de juguete parece avanzar,
en un lago rojo se desangra el día
sobre los trigales color verdemar.


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