Por
Julio Nudler

Qué oís cuando me oís? (Los músicos figurantes)

a introducción del micrófono eléctrico, a mediados de los años 20, fue terminando paulatinamente con una extraña profesión, tan necesaria como engañosa: la de músico figurante.

Era el oficio de hacer bulto, simulando tocar un instrumento, que en realidad se desconocía o conocía muy poco. Una especie de mimo que empuñaba un violín, cuyas cuerdas frotaba con un arco de cerdas sin pez para que no arrancasen sonido alguno. Si se trataba de un bandoneón, para que no emitiera notas se le soltaban los tornillos de las cajas armónicas. El fuelle sólo dejaba oír así un fatigoso jadeo por el aire que entraba y salía al abrir y cerrar el instrumento, respiración tapada por el ruido de los que tocaban de veras.



El afán por aumentar el presunto número de ejecutantes se imponía sobre todo en los carnavales, en cuyos bailes la cantidad de músicos en acción era un argumento decisivo para atraer al público.

La masa orquestal importaba tanto porque, o bien no había amplificación alguna antes que se inventara el micrófono, o ésta era bastante precaria y de alguna manera debía la música evitar que el bullicio de las mascaritas la ahogara. Parecía, por tanto, más relevante la cantidad de músicos encaramados al palco que su calidad. Proclamar «¡20 bandoneones en escena!» sonaba muy impactante, aunque después resultara que la mayoría de ellos sólo fingían tocar, como simples comparsas que eran.

Esta simulación se veía facilitada por la distancia que separaba a músicos de bailarines en los multitudinarios bailes que se realizaban en los grandes teatros de la época, incluido el Colón, con la orquesta instalada en el escenario y las parejas en la removida platea, y en las enormes pistas de algunos clubes. Se trataba, en definitiva, de una cuestión de presupuesto: por poco que ganara, un músico siempre resultaba más caro que un simulador.



Algunos figurantes ejercían el oficio ocasionalmente. Eran como extras de cine. Pero otros eran verdaderos aspirantes a músicos. En muchos casos ya estaban estudiando el instrumento, sólo que aún no estaban en condiciones de tocar mínimamente. La changa les permitía empezar a cobrar algunos pesos mientras completaban su preparación, porque el hambre no esperaba. Estos últimos eran los únicos que. al convertirse en músicos efectivos, salían del anonimato.

Oscar Zucchi, el máximo historiador del bandoneón, aporta como ejemplo el nombre de Juan Pecci, violinista que integró la orquesta del también violinista Eduardo Bianco, tan célebre en el Berlín de la década del 30. Bianco se lo llevó a Europa, haciéndolo alternar también como bandoneonista, a pesar de que no lo era. Recién varios años más tarde recibiría Pecci algunas lecciones del refinado Héctor María Artola, eximio arreglador. Mientras tanto había sido un mero bandoneonista figurante.

Otro figurante de quien hay constancia fue Luis Zinkes, nacido en el barrio de Almagro en 1907. Aunque primero estudió violín, más tarde adoptó el fueye. Y fue en calidad de aparente bandoneonista que en 1928 ingresó a la orquesta de Francisco Lomuto, quien sería el gran rival, en popularidad, de Francisco Canaro. Zinkes se acomodó como pudo en la fila de bandoneones que conducía Daniel Álvarez —Sardina—, y completaban Américo Figola —Figazza— y Jorge Argentino Fernández —Uvita—.

Luis, a quien motejaron Cuchara, por lo comedido, fue al principio apenas un figurante, o poco más, pero con el tiempo llegó a ser un respetable bandoneonista. Zinkes también se desempeñó como estribillista en esa orquesta, llegando a grabar dos temas a dúo con Jorge Omar, la ranchera “Argentina [b]” y la conga “Para Vigo me voy”.

Formar parte de una hilera de fuelles, aunque sólo fuese fingidamente, acelera a la formación del aspirante, que podía ir memorizando las piezas y espiar la digitación de los músicos verdaderos.

Francisco Lauro, conocido como El Tano, dirigía desde el bandoneón su propia orquesta, llamada Los Mendocinos. Pero, como indica Zucchi, sus dotes de intérprete eran tan modestas que, llegado el momento del solo, fingía ejecutarlo, siendo otro quien verdaderamente lo tocaba.



Cuentan que un día sus músicos le gastaron una broma pesada: silenciaron repentinamente sus instrumentos en el instante en que Lauro aparentaba desgranar el solo. Todo lo que se oyó fue una especie de flato, escapado del fuelle del director. En esa orquesta se inició Astor Piazzolla, antes de ingresar con Aníbal Troilo.

Algunos músicos de enorme éxito, como los violinistas Francisco Canaro —Pirincho— y Juan D'Arienzo —El rey del compás—, aunque comenzaron ejecutando malamente su instrumento, pronto lo abandonaron para ponerse al frente de sus orquestas. Pasaban a ser así, de algún modo, directores figurantes porque fingían dirigir. Con o sin ellos conduciendo, los muchachos podían tocar exactamente igual.

En 1925, según refiere Germán de la O, bandoneonista platense intuitivo, tocó con el violinista Pedro Lopérfido, quien dirigía una orquesta mixta. De la O, a quien llamaban —El Tuerto—, testimonia que él era el único bandoneonista del conjunto, ya que una chica que lo acompañaba con otro fuelle era una simple «figuranta». Tocaban en el bar La Marina, de la calle Merced, en Ensenada.



Un caso muy particular es el de] japonés Yoshinori Yoneyama, nacido en Tokio en 1955 y tanguero fervoroso. En 1972 se procuró un bandoneón, aunque más difícil aún le era encontrar un maestro del instrumento en su patria. Pero dos años después llegó a Japón la orquesta del pianista Carlos García y, con ella, Julio Ahumada, uno de los mayores virtuosos del bandoneón de todos los tiempos.

Ahumada prometió enseñarle a Yoshinori si se venía a Buenos Aires, y efectivamente se convirtió aquí en su profesor, sin cobrarle las lecciones.

Pero aunque Yoneyama se convertiría con el tiempo en un buen ejecutante, integrante de la orquesta de Leopoldo Federico, durante una primera etapa ofició de mero figurante junto a Ahumada. Revivió así, en los años 70, un oficio que parecía extinguido.