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Por
Francisco García Jiménez

Reto de bailarines

a iniciación de Firpo, Bazán y Postiglione en Hansen coincidió con un acontecimiento que conmovió el ambiente tanguero. Les tocó poner el básico ingrediente musical cuando se sacaron chispas allí el Pardo Santillán, de Palermo, y El Cachafaz, del Abasto, en un famoso reto de bailarines. Santillán era el crédito coreográfico del tango en Hansen. Y, virtualmente, de todo el extenso perímetro palermitano que alcanzaba casi hasta el linde con La Recoleta, comprendiendo los terrenos de la hoy demolida Penitenciería Nacional. Turbios sitios éstos, donde «los malos» estaban orgullosos de su bailarín mentado y decían que «en cuantito Santillán hacía un corte por el Norte, ya se corría la voz por el Sur»…

El Cachafaz (Benito Bianquet, en sus papeles) llegaba a Palermo desde el salón A.B.C., de la barriada del Abasto, centro de sus azañas, que ya se extendían hacia los cuatro puntos cardinales de «la milonga». Su estampa erguida y magra no alcanzaba a afearse con el rastro de picaduras de viruela del rostro. La elegancia innata de sus movimientos danzantes tenía solución de continuidad en raptos de diablescos centelleos de sus pies, abotinados en negra cabritilla charolada con caña de gamuza gris y taco militar.

El Cachafaz, quieto y mudo hasta esa oportunidad, echó una mirada a su alrededor y vio una mujer solitaria. Le hizo una seña. La mujer asintió con la cabeza y se vino hacia él. Prendidos para el tango salieron a seguir el curso rodante de las parejas. Hubo entre éstas como una voz de orden, inaudible, que las hizo irse eliminando de la pista, hasta dejar solas a las dos de la topada.

En la cancha se ven los gallos. Ardió Troya en las tablas del piso de Hansen. A una «corrida» afiligranada del pardo, contestaba El Cachafaz con figuras imaginadas y resueltas «sobre el pucho» y transmitidas a la asimilación espontánea de la desconocida compañera. Superado una y otra vez, el pardo Santillán perdió terreno. ¡Realmente más que un bailarín era un mago El Cachafaz! De sus cortes danzantes se ha prolongado una fama legendaria, parecida a la del «visteo» peleador de Juan Moreira.

Hubo intención de gresca, de parte de los adeptos de Santillán. El Paisanito saltó al ruedo pelando el «fiyingo», ese cuchillo de hoja estrecha y muy filosa que aquellos «guapos» calzaban bajo la axila izquierda, en la abertura del chaleco. No era el vano intento de corajear contra tantos. El Paisanito remató la temeraria acción con otra no menos espectacular. Tiró de punta el «fiyingo» al piso, clavándolo tenso, y le gritó a su amigo:

—¡Dales el dulce!

El Cachafaz lo dio. Si el negro milonguero montevideano —según Rossi— parecía danzar «sobre la cubierta de un barco navegando en mar picada», imaginemos a El Cachafaz como el propio barco metafórico en u oleaje de remolinos, zarandeando a babor y estribor las posturas de su compañera. Embudo del fantástico remolino era el cuchillo clavado en el piso y, pegados al mismo, los pies de El Cachafaz multiplicando cien arreviques electrizantes, «afeitando» los bajos del pantalón en el filoso acero.

Este suceso levantó al tope la nombradía de El Cachafaz y empañó la del «pardo». Porque en esa ocasión la voz que corrió del Norte al Sur —¡y viceversa!— dio cuatro razones aplastantes:

—El Cacha les ganó con tango, con faca, sin compañera… y sin barra.

Y el bailarín del Abasto fue epónimo de un tango que en su homenaje compuso Aróztegui, el de “El apache argentino”.

Fragmento del libro El Tango, historia de medio siglo, 1880/1930, de Francisco García Jiménez, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1964. Extraído por Guillermo Bosovsky.