Por
Elsa Bragato

Tango para escuchar

odo seguía desarrollándose en nuestro departamento, ubicado en Córdoba 2053, planta baja, al fondo.

Era como una casa, con sus dos patios «pulmones de manzana». Y, frente al pasillo de ingreso, estaba la puerta por la que se accedía a lo que llamábamos «sala de música». Allí estaba el piano, herencia del abuelo y que era de utilidad diaria para mi padre, una biblioteca de pared a pared, el «combinado» de entonces, los discos de pasta y los long-play, el escritorio, dos mueblecitos hechos por el «nonno» (abuelo), ebanista él además de flautista (don Enrico Bragato) y «pilas´ de música, además de atriles en un rincón, una alfombra de color rojo y cuatro sillas al tono.

Era el sitio de encuentro de Astor, mi padre y cuanto músico llegase a estas tierras, sin exagerar.

Y Piazzolla no fue la excepción. Allí probaba sonidos, acordes, intercambiaba ideas con mi padre, allí debieron surgir muchos cambios en el tango que ya «bullían» en la cabeza de don Astor. Era un lugar sagrado.

Cuando mi padre trabajaba, que era algo constante y cotidiano siempre y cuando no estuviese en el teatro Colón o en la orquesta de Canal 13 o en alguna grabación, ni mi hermana ni yo podíamos «molestar». Sólo mi madre, doña Herminia, tenía acceso para servir, en determinado momento, su rico «café a la italiana».

Recuerdo como si fuese hoy que Astor y mi padre hablaban del «nuevo tango» y del «lío» que se iba a armar, o que ya se había armado. Esto lo tengo un tanto desdibujado. Lo cierto es que ambos venían de tocar todos los fines de semana con las «típicas».

Los bailes de Carnaval, los bailes de fines de semana, eran oportunidades en las que veíamos «perder» a nuestro padre. Sabíamos que, ni bien llegaba del Colón, tenía que cambiarse, afinar el instrumento y partir, retornando a casa los domingos, casi de día. Es decir, que el tango bailado lo conocían de memoria, cada uno con la orquesta que fuese. Astor, con Aníbal Troilo; mi padre con Francini-Pontier, Osvaldo Fresedo, tantos y tantos otros. Y, al menos en el caso de papá, se le había generado casi una «fobia»: mi hermana y yo no podíamos asistir a los bailes de nuestras compañeras de colegio, los «asaltos» de entonces, porque a el le caían mal. Nunca vio bien, entonces, que la gente bailara mientras ellos tocaban.

Cuando surgió la posibilidad del Octeto Buenos Aires, nadie habló, es decir ni Astor ni mi padre al menos, de «matar el tango bailado», a pesar de que no les gustara. Sí hablaban, en cambio, de hacer un «tango para escuchar, de hacer algo de vanguardia, diferente», como contrapartida al tango bailado.

Decían que era lo mismo que en la música clásica: estaban los valses, el ballet y también las sinfonías, las agrupaciones de cámara.

Mi padre siempre perteneció a algún cuarteto de cuerdas, además de sus innumerables ocupaciones en orquestas estables, siendo solista de la Filarmónica de Buenos Aires; primero fue el Cuarteto Buenos Aires y después el Cuarteto Pessina, quizás el más prestigioso del país en cuanto a música clásica.

Los conocimientos adquiridos por Astor en Europa a su vez le permitían ingresar en otro ámbito con su música. Esta es la verdad: no quisieron matar a nadie, sacar a nadie del medio sino ofrecer el tango desde otro lugar, el de cámara.

Si lo analizamos a la distancia, Astor no se equivocó ni tampoco los músicos que lo siguieron en la «locura» del Octeto Buenos Aires; hoy coexisten el tango bailado y también el tango de cámara, o simplemente para escuchar.

En ambos casos, siempre deleitan. Y, como paradoja, Julio Bocca suele coreografiar y bailar los tangos de Astor Piazzolla.

Elsa Bragato es profesora de Letras, periodista, directora del suplemento Última Hora de Crónica, hija de José Bragato y estudiante avanzada de violoncello.