Por
Reinaldo Spitaletta

“Flores del alma” o un vals del adiós

ra como una despedida. Cuando lo escuchaba —más que todo, la música emergía de pianolas bien iluminadas— en cafés de barrio, se me formaba un nudo en la garganta y no sabía por qué. En la letra del vals “Flores del alma” existe una mezcla de memoria y olvido, de júbilo y desgracia, que dolían, pero, a su vez, alegraban porque no era una tragedia. Era (es) una revelación, con ingredientes de promesa y de consuelo.

La común, la que molían con frecuencia, era la versión de Carlos Dante y Julio Martel, con la limitada y popular orquesta de Alfredo De Angelis, y no sé si había otra interpretación de bar. Es posible, pero no la recuerdo. Comenzaba con unos versos que, para esos días, me parecían plenos de gloria: «Recuerdos de una noche venturosa que vuelven en mi alma a florecer». Producían imágenes, tal vez las de muchachas que esperaban en balcones, o tal vez en ventanales, a que su amor —el amor— apareciera en una esquina.



«Recuerdos que se fueron con el tiempo, presiento que reviven otra vez», y había en la continuación, una como lucha entre el hoy y el ayer, lo ido y lo que vuelve, lo que está y lo que ya no es. Uno, claro, lo escuchaba de corrido, sin pararles muchas bolas a cada verso, sino a la generalidad, o a veces, todo quedaba sumergido en una confusión, en un borroso episodio, en el que había amores y desilusiones.

En la segunda estrofa llamaban la atención, quedaban resonando, la noche, la soledad y la luna, y después arribaba el olvido y aquello —como una constancia existencial— de «tú sabes que te quiero y te querré», a manera de certeza, como si el paso del tiempo no alterara nada y todo pudiera cumplirse como se dice y se aspira en el presente, o se imagina o se presiente. «A nadie quise tanto como a ti», que suena bien, es, si se observa con detenimiento, un lugar común de los enamorados o de los que en ese trance estuvieron. Y después, (¿si habrá después?) se llega a saber que todo ha sido una ilusión.

El vals, escrito por Alfredo Lucero Palacios y Lito Bayardo, con música de Juan Larenza, termina con una partida y la «amargura del adiós» para llegar a la conclusión, entre categórica y dudosa, de «acaso con los años me hayas olvidado, ¡pero nunca yo! ». Pasaron muchos años, no sé cuántos, sin escuchar el valsecito dulce y tristón hasta cuando vi la película Tango, de Carlos Saura, en la que lo interpretan Viviana Vigil y Héctor Pilatti y entonces tuve unos chispazos de recuerdos de adolescencia, cuando en bares de obreros y vagos, sonaba de vez en cuando en los traganíqueles.



No es que haya sido, lo confieso, una valsecito entrañable para mí, como sí lo son, por ejemplo, “Bajo un cielo de estrellas”, “Pedacito de cielo” o “Romance de barrio”. Se mantenía guardado quién sabe en qué territorio ignoto hasta cuando escuché una versión electrizante, muy vieja y bella, de la orquesta de Pedro Laurenz, con la voz de Martín Podestá, al que solo le permiten cantar las dos primeras estrofas, porque el resto lo hace la orquesta de un modo de maravilla, con fraseos delicados y contundentes, con sentimentalidad en los instrumentos, y entonces me recorrieron recuerdos y ensoñaciones.

Una canción como esta, quizá elemental, y por eso mismo sentida, hospeda tiempos y geografías idas, fragmentos de memoria, la brevedad del ser. Ilusiones perdidas. Está hecha para los adioses, para las despedidas de gentes y cosas que jamás volveremos a ver, algunas de las cuales pueden ser parte del olvido, que pocas flores tiene.