Por
Roberto Améndola

Pensión La Alegría, de la calle Salta

a calle Salta recorre el sur de la Ciudad de Buenos Aires como una prolongada línea recta que atraviesa los barrios de Montserrat, Constitución y Barracas.

Es casi tan antigua como Buenos Aires y en los lejanos días del virreinato su recuerdo se pierde en la noche de los tiempos, cuando se la conocía como San Pablo, nombre que mantuvo hasta el siglo XVIII. La nomenclatura del año 1808 la denomina Velarde, tanto a ella como a la que sería con el tiempo su continuación: la calle Libertad. Con este nombre la sorprenden los acontecimientos de mayo de 1810.

Calle de ferias y carretas, a su vera se levantó el Mercado del Sur del Alto en 1857, que luego se llamó Mercado de Constitución en homenaje a la flamante Carta Magna recién jurada. Este Mercado de Constitución fue quien dio su nombre al barrio homónimo.

A la calle Salta la esperaba un destino de tango. En 1892 nació Eduardo Arolas en el número 3378 (tramo que hoy es la calle Vieytes 1048), donde su familia se había radicado el año anterior proveniente de la ciudad de Perpiñán, en el sudeste de Francia, en plena época de la inmigración francesa, no muy abundante. Y hablar del Tigre del Bandoneón es hablar seguramente del más grande compositor de tangos de todos los tiempos, cuyo genio creativo atravesó todas las épocas de nuestra música ciudadana.

Pero a la calle Salta la aguardaba otra era dorada de nuestro tango: la época del 40. Y una de sus residencias, Salta 321, en el barrio de Montserrat, fue el reducto y el abrigo de grandes artistas de nuestra música popular, quienes, generalmente provenientes del interior, poblaron de poesía y de música la ciudad que los recibió admirada y agradecida.

En esa dirección existía una pensión, propiedad de don Humberto Cerino, llamada La Alegría que cobijó a una pléyade de inspirados y virtuosos músicos.

Entre los que fueron sus pensionistas recordamos a Enrique Francini, Héctor Stamponi, Armando Pontier, Antonio Ríos, Cristóbal Herreros, Alberto Suárez Villanueva, Emilio Barbato, Enrique Munné, Argentino Galván, Carlos Parodi, Ernesto Rossi (Tití), Alberto San Miguel, Federico Scorticati, Juan Carlos Howard y Julio Ahumada.

Más allá de los momentos en que florecía el espíritu de bohemia, en sus ambientes resonaron los instrumentos de sus moradores durante día y noche en largas horas de ensayo y preparación. Hasta tres pianos hubo en alquiler en la casa simultáneamente: los de Barbato, Stamponi y Suárez Villanueva.

En razón de todos los nombres citados hasta aquí, puede apreciarse gran parte del motor que dio vida a la década del 40 y que se hornearon en este nido cálido de Salta 321.

La pensión era un lugar de continua creación y de estudio. Don Cerino no permitía que ningún pensionista ajeno a la música se quejase. Prefería que se vaya antes que interrumpir momentos de interpretación de los moradores con los que había hecho causa común.

Digamos también que la comida no era abundante y en muchas ocasiones la colecta permitió colmar la mesa que doña Nieves, esposa de Cerino, atendía con esmero. Recuerda Julio Ahumada: «La comida era cosa seria: días había en que poníamos diez centavos por cabeza y Nieves iba a comprar un paquete de lentejas. Y comíamos lentejas a morir…»

Tampoco el alquiler desequilibraba ningún presupuesto. Se pagaba $ 65 por mes, con pensión completa. Y muchas veces se abonaba a medida que se cobraba, aunque Cerino no permitía que nadie se quede sin dinero por cumplir con el alquiler.

La comunidad que se había creado entre tantos jóvenes y talentosos artistas había hecho posible la formación de grupos de estudio y de investigación interpretativa, siempre con intercambio de conocimientos, de ideas, de sugerencias y de todo tipo de colaboración. Se había creado, bajo una aureola bohemia, una verdadera universidad de la música, del estudio y de la amistad.

Por razones de origen, de empatía o de ensayo común, muchas habitaciones albergaban a dúos de pensionistas que ya habían decidido establecerse en un mismo cuarto en forma definitiva, como Ríos y Ahumada, Barbato y Stamponi, Suárez Villanueva y Tití Rossi, etc.

El paso del tiempo, la creación de sus nuevas familias, los compromisos surgidos de la consolidación de la profesión, los distintos rumbos que surgen en la vida, fue dispersando este racimo de talentosos artistas, que nunca olvidaron las horas de bohemia, estudio y amistad que les brindó la pensión, la que siempre permaneció en sus corazones y floreció en el recuerdo cada vez que la vida los reunió para memorar tiempos idos.

«Estaba en los altos de una casa que todavía existe —recordará años después Julio Ahumada—. Se subía por una larga y empinada escalera. Era una linda casa».

Aún hoy, octubre de 2013, podemos decir «todavía existe», pero está en estado deplorable. De los que fueron sus hermosos balcones penden yuyales que brotan por doquier en su frente. La mampostería caída deja ver vigas oxidadas. Sus ventanales muestran sus vidrios rotos. Está deshabitada y ruinosa y da la sensación que está esperando la piqueta para que le dé el tiro del final.

Ninguna plaqueta recuerda qué fue esa casa, ni quiénes la habitaron, ni qué sueños se hicieron música entre sus paredes.

Pero a esa casa no podía faltarle un tango que la recuerde, “Pensión de la calle Salta”. En él se encuentra un relato pleno de descripciones y se percibe el conocimiento y el afecto de los autores; sus versos y sus notas se pueden encontrar en Todo Tango.