Por
Ricardo García Blaya

La muerte y el tango

a relación con la muerte hace al propio origen de nuestra música ciudadana. Las guerras de la segunda mitad del siglo diecinueve, las persecuciones étnicas y religiosas y la hambruna, fueron todas formas de violencia que generaron en el continente europeo las corrientes inmigratorias hacia nuestro país, justamente para evitar la muerte. También las hubo de otros lugares del medio oriente —pero en menor número—, provenientes de las actuales, Libia y Siria.

El marco social donde surge aquel tango primitivo, es la Buenos Aires de 1880, que tenía una población de 210.000 habitantes, gran parte de ella producto de esa inmigración. En 1910, por este fenómeno, la ciudad crece a 1.200.000 habitantes y el tango adquiere su modo reconocible.

Estamos en presencia de una resultante testimonial, sólo posible de comprender a partir de una visión integral de nuestra historia y de nuestra cultura. Esa increíble fusión cultural de tan diversas sangres con nuestra vena española y nativa, hicieron el milagro de expresarse en una comunión musical y espiritual. Es una síntesis sin antecedentes, que hace del tango un género universal e incomparable, donde sobresale el aporte del componente italiano que llegó en gran número.

La muerte aparece en el tango —tanto en sus títulos como en sus letras—, con distintos significados. Respecto a los primeros recordemos “El tango de la muerte”, título de dos obras homónimas; “Balada para mi muerte”; “El beso de la muerte” de Osmán Pérez Freire y Antonio Viergol; “Hasta la muerte” de Juan Maglio; “La mariposa y la muerte” de Armando Pontier y Leopoldo Marechal; “La muerte de milonguita” de Francisco Canaro y Héctor Bonatti, entre muchos otros. En cuanto a la propuesta poética, está preponderadamente enfocada a los seres humanos, a la muerte física y, en muchas ocasiones, a la abstracta, pero hay algunos títulos referidos a la naturaleza que también tiene sus difuntos.

El fin de la vida, es decir, la muerte como tal, aparece en ese clásico del repertorio gardeliano y que todos recordamos por su relato, en extremo doloroso:

Sus ojos se cerraron...
y el mundo sigue andando.


Esta frase, muy lograda, es una síntesis dramática de la inconsolable pena por la muerte de la mujer amada. ¡Y qué decir de la segunda parte!:

¡Por qué sus alas tan cruel quemó la vida!,
¡por qué esta mueca siniestra de la suerte!
Quise abrigarla y más pudo la muerte,
¡Cómo me duele y se ahonda mi herida!

(“Sus ojos se cerraron”, de Carlos Gardel y Alfredo Le Pera)

Resulta desgarrador el momento descripto por Le Pera; uno ve al personaje como si estuviera viendo una película. Pero la suma melancólica y romántica, la poesía toda, está en los versos de Homero:

Su voz no puede ser,
su voz ya se durmió.
¡Tendrán que ser nomás
fantasmas de mi alcohol!

(“Tal vez será mi alcohol”, de Lucio Demare y Homero Manzi)

Hay muchísimos ejemplos más:

Paloma, cómo tosías
aquel invierno, al llegar...
Como un tango te morías
en el frío bulevar...

(“La que murió en París”, de Enrique Maciel y Héctor Blomberg)

O ese clásico:

En un bulín, cuatro velas
alrededor de un cajón,
en el cajón una muerta
y una imagen del Señor.

(“Ofrenda maleva”, de Guillermo Cavazza y Jacinto Font)



Están los casos en el que el protagonista anuncia su propia muerte:

Llegará, tangamente, mi muerte enamorada,
yo estaré muerto, en punto, cuando sean las seis.

(“Balada para mi muerte”, de Astor Piazzolla y Horacio Ferrer)

Algo parecido ocurre en aquellos amargos versos de Podestá:

Esta noche para siempre terminaron mis hazañas
un chamuyo misterioso me acorrala el corazón,
alguien chaira en los rincones el rigor de la guadaña
y anda un algo cerca 'el catre olfateándome el cajón.


Es el anuncio de una muerte próxima, la confesión de un hombre resentido, lleno de encono, alejado de Dios, desencantado de su vida, una muerte pagana:

Yo quiero morir conmigo,
sin confesión y sin Dios,
crucificao en mis penas
como abrazao a un rencor.
Nada le debo a la vida,
nada le debo al amor:
aquélla me dio amargura
y el amor, una traición.

(“Como abrazado a un rencor”, de Rafael Rossi y Antonio Podestá).

Una variante también, en el campo de las personas, resulta el fin del amor, la muerte de los sentimientos y hasta los sentimientos de muerte. Un ejemplo, la letra de Camilloni cuando relata el dolor del amante abandonado:

Fuimos los dos un alma
inseparable
y de pronto hacia el olvido
se desvió tu corazón.

(“Cuando muere una esperanza”, de Arturo Gallucci y Julio Camilloni)

Y cuando oscurece, la nostalgia mata:

Noche oscura de tu pelo
que pintó mi espera larga.
Noche oscura de este sueño
que en una guitarra
se muere de amor.

(“Se muere de amor”, de Pedro Maffia y Cátulo Castillo)

En cuanto a las letras referidas a la pasión y el deseo, están aquellos versos que impuso Floreal Ruiz:

Tu boca puede más que mi cordura
y me tortura la tentación,
con sólo imaginar que tú me besas
ardo en intensa fiebre de amor.

(“Muriéndome de amor”, de Manuel Sucher y Carlos Bahr)

Resulta evidente, en todo el desarrollo del tango, que este hombre tenía una “calentura” incontrolable.

En el tango que sigue, está la variante de la amenaza de muerte. El preso manifiesta su sentimiento de venganza:

Te debo un vuelto, acaso una bicoca,
para saldar la deuda, gran berreta,
y te prometo, por lo que a mi me toca,
que apenas salga, chau
ya sos boleta.

(“Boleta”, de Enrique Cadícamo)

Un comentario aparte merece el tratamiento del suicidio. Hay varias tangos que lo mencionan pero, como suele ocurrir en la letrística del género, de forma diversa.

Al suicidio consciente hacés la pera
aguardando tal vez una sorpresa.
Pero un día, quizás en la oficina,
sin darte cuenta de que ya estás harto,
quedándote en la boca una aspirina
te piantarás del todo en un infarto.

(“El piro (El escape)”, milonga de Edmundo Rivero y Luis Alposta)

El tipo no tuvo suficiente coraje para suicidarse pero se murió igual. Otro caso parecido que, sin nombrar la palabra, insinúa la posibilidad:

¡Cruel en el cartel, te ríes, corazón!
¡Dan ganas de balearse en un rincón!

(“Afiches”, de Atilio Stampone y Homero Expósito)

Pero el ejemplo más apropiado lo da mi amigo Alposta:

Le dio manija al gas, cerró con llave...
y en la mesa quedó como una clave
la boleta del Prode con tres puntos.

(“Tres puntos”, milonga de Edmundo Rivero y Luis Alposta)

Un caso muy curioso, con música del Zorzal Criollo, contienen aquellos versos que expresan el temor de fracasar en el intento, el suicidio fallido.

Pero hay cosas, compañero,
que ninguno las comprende:
uno a veces se defiende
del dolor para vivir,
como aquel haciendo alarde
del coraje en el sufrir
no se mata de cobarde
por temor de no morir.

(“Me da pena confesarlo”, de Carlos Gardel, Alfredo Le Pera y Mario Battistella)

Es realmente una metáfora muy lograda, que describe una parábola increíble de la psicología del personaje.

Pero si hay un tango realmente original en el tratamiento de la muerte es, sin duda, aquel en el que el finado da consejos a los vivos. Y, como si fuera poco, su letra contiene una hermosa poesía de una ternura infinita:

Hoy, que no estoy,
como ves, otra vez
con un tango que no puedo gritar...
Yo, que no tengo tu voz...
Yo, que no puedo ya hablar...


Y más adelante:

Nunca quieras mal,
total
la vida ¡qué importa!
Si es tan finita y tan corta
que al fin,
el piolín se corta...
No te aflija el esquinzao
del dolor,
y si el amor te hace caso,
no le niegues tu pedazo
de candor,
que el lindo creerle al amor...

(“Mensaje”, de Enrique Discépolo y Cátulo Castillo)

¡Un tangazo! Qué otra cosa se podía esperar de estos dos monstruos.



Dando vuelta la hoja, en el ámbito de la naturaleza, los temas referidos a la muerte animal y vegetal no son tantos, nombraremos algunos: “Mi caballo murió” (de Modesto Romero Martínez y letra de Anselmo Cuadrado Carreño), “Mueren los caranchos” (milonga de Néstor Feria), “La mariposa y la muerte” (de Armando Pontier y Leopoldo Marechal), del disco 14 Con el Tango —que produjo Ben Molar—, “En tu pecho muere una rosa” (de Alfredo De Angelis y Marvil).