Por
José María Otero

La sanata, una historia de leyenda

anata es un vocablo que sacó de la manga Enrique Santos Discépolo. Nace en la tertulia que tenían en la calle Rioja entre Inclán y Salcedo, cuando vivía con su hermano Armando (11 años mayor) y señora, allí, a la muerte de su madre.

Se reunían en su casa o enfrente, en la del escultor Abraham Vigo, varios intelectuales como Agustín Riganelli y Facio Hébecquer (escultor-pintor), José González Castillo, Quinquela Martín, Juan de Dios Filiberto, González Pacheco y otros, bajo el signo de Kropotkin o Bakunin.

Enriquito tenía 14 años entonces y asistía emocionado a esa fuente cultural. Y también iba un personaje apellidado Zanata, vendedor de tienda, grandote, de manazas enormes que se quedaba embobado en esa bohemia donde se hablaba de arte, de pintura, de música, de poesía... nunca faltaba. Y siempre apoyaba todas las iniciativas. Era un buenazo, según Enrique, que por miedo a equivocarse decía a todo que sí y, a veces, chapurreaba frases sin puntada final, difuminándolas por falta de argumentación.

De allí sacaría Discepolín «lo zanateado», en aquellas reuniones donde tanto aprendió. Algunas veces, acudía una mujer a las mismas, apodada La Circasiana. El caso es que Zanata la conoció en el atelier de Facio Hébecquer, como los demás, y se enamoró perdidamente de ella que era algo excéntrica. Y Discépolo contó en Radio Belgrano en 1947 esta historia y este final del drama amoroso: «Lo cierto es que una noche, Zanata faltó a nuestra tertulia. La verdad la trajo la madrugada, inesperadamente, cuando ninguno pensaba ya en Zanata... ¡Pobrecito!... ¡El trabajo que le habrá costado meter semejante dedo en el gatillo!...»

La segunda parte de esta historia me la contó Osvaldo Miranda. Fue un domingo, en el programa que teníamos con Osvaldo Papaleo en Radio Argentina de 8 a 12:30 de la mañana. El rey de la sanata, Fidel Pintos, vino ese domingo y se quedó todo el programa sanateando. Nos tirábamos por el piso. Fue genial. Vino en agradecimiento porque le habíamos dado un poco de manija al hijo, médico, gran tipo. En un aparte, Osvaldo que también estuvo en el programa toda la mañana y nos llenó de anécdotas, en un descanso para el noticiero y los anuncios, me reveló la historia:

Discépolo estaba haciendo Wunder Bar en el Ópera. Como la obra era en un cabaret trabajaban muchos artistas que desfilaban por el mismo. Al ser tantos, siempre caía enfermo alguno. Entonces Enrique corría a la Confitería-Bar La Paz donde estaban los parados y enganchaba a alguno para el reemplazo. Una noche enfermó a última hora uno que tenía varios diálogos con él y un poco largos. Preguntó, en la mesa del bar, a un grupo y Fidel Pintos se ofreció rápidamente.

«Tenés que aprenderte la letra a toda velocidad», lo apuró Enrique porque estaban cerca de la hora del comienzo. Fidel andaba sin guita y muy seguro respondió: «Si me la sé de memoria, quedate tranquilo...», y salieron corriendo para el teatro.

En el momento del diálogo Fidel comenzó a sanatear, decía parte de la frase y el resto la musitaba —como el personaje de Porcel en la película El gordo Villanueva: «Doctor bbbgggzzzññ de la Nación». Y Enrique mirándolo fijo en escena, en un momento dado, por lo bajito le dijo: «Huyyyy... estás zapateando...», recordando a aquel suicida de la historia.

Y en esas circunstancias, sin imaginárselo, patentó el término tan porteño —que con el tiempo se transformaría en sanata, con s—, al que Fidel Pintos, maestro del murmullo y la improvisación explotó como nadie, con ese talento enorme que tenía.