Por
Nicolás Sosa Baccarelli

El tango: reflejo de lo que somos

studiar el tango en todas sus dimensiones es una buena forma de conocer cómo somos, qué sentimos y de dónde venimos los argentinos. Aquí va un adelanto.

Prescindimos de la reseña filológica —que mientras más se estudia menos se aclara—, pero no de algún acercamiento elemental al término al que aludimos. Afirmar que el tango es un baile es como sostener que el perro es una cola. Tampoco nos satisfacen las definiciones musicológicas por ser también incompletas. Creemos que el tango es un género. Del latín, engendrar, crear, causar, inventar. Una «invención» que los hombres alguna vez comenzaron, dándose así, tal vez sin saberlo, la marca más típica de su geografía y el fenómeno más misterioso de su identidad.



Algo que sea al mismo tiempo el amor, el sexo y la muerte debe ser lo suficientemente vasto como para simbolizar una cultura. Algo que tenga desde el origen la fugaz euforia del prostíbulo y la indulgencia de las madres, tiene lo necesario para perdurar en el tiempo, como perduran pasiones y miserias.

Ironiza Borges en su Evaristo Carriego: «Antes era una orgiástica diablura, hoy es una manera de caminar.», insinuándonos así lo que el tango tiene de fatal e inevitable. Por esto creemos que hacer historia del tango es ensayar una genealogía de nuestra identidad. El método es la observación de los rasgos más representativos del género, que son, no casualmente, los más típicos del modo de ser de la cultura que lo engendró.

A continuación enunciamos algunos. En este plano discursivo los juicios estéticos no valen. El tango es algo al que ningún argentino escapa.

A primera vista podríamos creer que el tango es cosa de hombres. Podríamos decir sin faltar a la verdad que, efectivamente, fue hecho por los hombres pero pensando en las mujeres. Como lo han destacado los doctrinarios del género, las mujeres en sus tres estados frente al hombre: cuando no están, cuando llegan y cuando se han ido. Indudablemente el tango evidencia el machismo que nos caracteriza. Esto suele ocultar un inconfesable sentimiento de inferioridad del hombre que se ahonda con la impotencia frente al abandono de las «minas»; y con la idealización de la madre y de la primera novia buena que a la vez fue abandonada. Esta actitud llegaba muchas veces a la violencia:

Dejó de castigarla, por fin cansado
de repetir el diario brutal ultraje
que habrá de contar luego, felicitado
en la rueda insolente del compadraje.

(Evaristo Carriego, Misas Herejes)


Este mismo sentimiento tiene su mejor evidencia en la fanfarronería. La fanfarronería del «compadrito» —que es la del argentino común—, es el síntoma de su inseguridad, del miedo a ser menos. Importa lo que el hombre es, pero más importa lo que dicen que es. Y en sustentar la apariencia se va la vida.



Pero sobre todo el tango es la tristeza, y esa costumbre tan nuestra de buscarla, ese hábito de «inventar» la nostalgia hasta la convicción extrema de que todo ya se fue, de que nada volverá a ser como antes. Ese gusto por revisar la decadencia.

Lejos de la evasión y más lejos del entretenimiento, medita el hombre en una mesa de café sobre su suerte, sobre su pena, eligiendo así la forma más absurda de olvidarla porque precisamente no quiere hacerlo. Él «es» su pena, esa pena que lo agobia.

Dicen Horacio Ferrer y Luis Adolfo Sierra que el tango no es triste, es serio. Creemos que, justamente, tiene la tristeza de la seriedad, la amargura de lo cotidiano y de la «cosa en serio». Así lo expresa Martínez Estrada refiriéndose al baile: «Tiene la seriedad del ser humano cuando procrea. El tango ha fijado esa seriedad de la cópula, porque parece engendrar sin placer».

Una vez escuché decir que el tango no es dramático, es pícaro. Es cierto, pero esa picardía está muy lejos de ser alegre. No debe sorprender el hecho de que algunas letras estén cruzadas por cierto tono humorístico. Cuando en el tango aparece el humor lo hace en la forma más cruda que es el grotesco. Frente a la desgracia sin remedio, la sonrisa resignada y escéptica del que ya nada espera. El «reír por no llorar» puede ser la forma más infantil de enfrentar la adversidad... o la más sabia (la obra de Enrique Santos Discépolo resume esta tendencia).

Que las primeras letras aludan a graciosas noches de alcohol y de burdel no debe despistarnos. La pretendida alegría del tango ni siquiera puede inferirse de estos datos, porque como dice Sabato «ese mismo hecho ya nos debe hacer sospechar que debe ser algo así como su reverso... pues la creación artística es un acto casi invariablemente antagónico, un acto de fuga o de rebeldía. Se crea lo que no se tiene...» (Ernesto Sabato, Tango. Discusión y clave).

Finalmente, podemos acercarnos a la identificación más curiosa. El tango y los argentinos compartimos un origen híbrido y oscuro. Somos los descendientes de un encuentro traumático. Hijos naturales de la nostalgia y el hacinamiento, del inmigrante defraudado y desplazado por la guerra y el criollo «corrido» por los alambrados, la Biblia y las leyes, es decir, por el inmigrante. De esa conjunción provenimos, de esa lucha. Herederos de la historia desgraciada del viejo continente y de la desgracia de una pampa «sin historia», nos debatimos desde aquellos años si debemos identificarnos con ambas y mientras tanto no nos reconocemos en ninguna.

Resultado de una diferencia cultural que se profundizaba en el lenguaje y se atenuaba en la bronca y el desconcierto, nació el tango, en alguna pieza de conventillo que es donde nace por regla lo argentino. Y de esa misma bronca nació el lunfardo, como dialecto marginal primero, para ser más tarde el peculiar español de los argentinos. Como Gardel, nuestro ídolo, llevamos la angustia del origen incierto que a veces se sospecha indecoroso.

El tango es, en resumen, aquel engendro nuestro que, como la paternidad, es tan vano negar como admitir, porque es una fatalidad de nuestra cultura, como el «ser criollo» que es lo mismo. Desde este ángulo el estudio del género conduce a conocer un poco más cómo somos y de dónde venimos los argentinos.