Por
Nicolás Sosa Baccarelli

Manzi, una mitología del suburbio

scribiría sobre su ausencia una elegía imposible, un verso simple y puro que tenga un organito, una viuda y una luna temblorosa sobre la que recostarme. Y un zaguán para robarle besos al percal en las oscuridades.

Me gusta creer que nació en un corralón, festejado con silbidos de guapos y arrullos de lavanderas. Trajo su niñez desde el interior atravesando una pampa que entonces era infinita para instalarse en el barrio de Boedo, en la esquina que da al terraplén y respira de zanjones olorosos. Y allí aprendió a oír con claridad la voz de los que no la tienen. Cuando empecinado en la lectura de los clásicos presenció como Evaristo Carriego «la luna en el cuadrado del patio, un hombre viejo con un gallo de riña, algo, cualquier cosa. Algo que no podremos recuperar...» (Borges, Otras inquisiciones).

Tal vez fue la jaula oxidada de un canario o la observación justa de González Castillo sobre una esquina cualquiera de Boedo lo que le develó el universo en una plenitud insólita: el barrio.

En esta órbita brillan entre nuestras letras los nombres de Almafuerte (1884-1917) y de Carriego (1883-1912), atribuyéndosele a este último, no sé si con acierto, el «descubrimiento» del barrio como tema de la poesía. Probablemente antes de él haya sido el arrabal, destinatario ocasional y hasta diríamos accidental de versos que lo rozaban para referirse a otras cosas juzgadas más dignas. Sin duda podemos creer que fueron estos poetas los que vieron con anticipación el milagro de lo sencillo y de la anécdota simple.

En este panorama aparece Homero Manzi decidido a dejar la poesía de la métrica obsesiva y la academia, para contarnos versos que vislumbra entre las celosías. Recibió como ninguno la potencia de lo que está allí a la vista y por eso mismo pasa inadvertido y construyó con «ojos cerrados de sueño» y «un ramito de ruda detrás de la oreja» (“Mano blanca”) hombres que no eran jinetes de corceles briosos, excepcionalmente «literarios», sino carreros de caballos flacos que trotaban por los callejones volviendo al corralón.

Horacio Salas lo presenta como «el primero en convertir las palabras de los tangos en poesía» abriendo así el arduo camino que el género debió transitar para obtener licencia de reconocimiento en las «altas esferas de la cultura», círculo hermético que, históricamente, se abre y se cierra sobre los mismos.

En 1928 se conoció su tango “Viejo ciego” tomado por muchos como el hito inicial del nuevo horizonte que el poeta abre al tango

Con un lazarillo llegás por las noches
trayendo las quejas del viejo violín,
y en medio del humo
parece un fantoche
tu rara silueta de flaco rocín.


Ninguna alusión al amor atormentado, ni al paisaje nocturno de la angustia o del aturdimiento, ni lupanares sórdidos que fueron la oscuridad y el nacimiento de este género que cultivamos.

Lector de los grandes poetas, Manzi lució un lenguaje simple, desprovisto en general de giros lunfardescos, con el que supo construir imágenes que nos llegan hasta herirnos y nos hacen añorar una infancia de recuerdos perdidos que algunos sentimos íntimos sin haberlos alcanzado. Sintió la presencia del baldío atardecido con yuyos e inundaciones, de un interior remoto que ya conocía y que se adivinaba en las quintas cercanas; de los almacenes que se deshacen con el tiempo... sin testigos. De lo que se iría para siempre. Y supo abrir una temática diferenciada de las entonces existentes, sobre la nostalgia de lo cotidiano.

A esta línea precedía la primigenia tendencia de letras picarescas nacidas en los prostíbulos del sur; la tendencia del amor frustrado que llevaba necesariamente al lamento por la soledad y el abandono; y la temática de resignación y protesta que tal vez inaugura Enrique Santos Discépolo con “Qué vachaché”, dos años antes de “Viejo ciego”.

La influencia lorquiana en su obra, que algunos han injustamente exagerado, se evidencia en algunos elementos comunes y en el tratamiento de algunas rimas con claros aires de romance.

En Sebastián Piana encontró la música oculta que su verso milonguero originalmente arrastra. Con él escribió “Milonga sentimental”, “Milonga del novecientos”, ambas grabadas por Carlos Gardel y “Milonga triste”, entre otras.

El tiempo, con gran justicia, ha popularizado algunas de sus piezas mejores: “Malena”, reunión de comparaciones insuperables:

Tus ojos son oscuros como el olvido,
tus labios apretados como el rencor,
tus manos dos palomas que siente frío,
tus venas tienen sangre de bandoneón.


El último organito”, elegía y fábula arrabalera:

Las ruedas embarradas del último organito
vendrán desde la tarde buscando el arrabal,
con un caballo flaco, un rengo y un monito
y un coro de muchachas vertidas de percal.


Eufemio Pizarro”, con el que rinde culto respetuoso a esos hombres que son al tiempo, realidad y leyenda.

Decir Eufemio Pizarro
es dibujar, sin querer,
con el tizón de un cigarro
la extraña gloria con barro y ayer
de aquel señor de almacén.


Fuimos”, “De barro”, “Ninguna”, “El pescante” y “Barrio de tango” donde nos habla de «la luna chapaleando sobre el fango» y nos advierte del «misterio de adiós que siembra el tren».

Con memorables incursiones en el cine y en la política, ámbito en el que se definió y actuó como yrigoyenista revolucionario, fue expulsado del propio radicalismo, cuando sus convicciones lo llamaron, como a tantos otros, a ser peronista en el 45 y a dejar de serlo, luego.

Asfixiado por la angustia de la muerte próxima confesó saber de lo irrecuperable y se eternizó en el cielo más noble al que un hombre puede aspirar: la tradición de un pueblo que lo silba y lo canta... para siempre.

Sur,
paredón y después.
Sur,
una luz de almacén(...)
Las calles y las lunas suburbanas
y mi amor y tu ventana
todo ha muerto ya lo sé…