Por
Néstor Pinsón
| Julio Nudler

El Organito

e trata de un instrumento portátil, que reproduce una melodía cuando, accionado mediante una manivela, gira su cilindro dotado de dientes o púas, pulsando unas lengüetas. Lo había de diversos tamaños y características. Se lo cree originario de Italia, aunque a la Argentina también llegaron ejemplares fabricados en Francia, Polonia y Alemania.

La música era grababa en el cilindro, hecho de madera o cartón. Sólo un músico podía realizar la tarea, ya que debía adecuarse la melodía a la escala del organito. También era preciso lograr que la misma velocidad de rotación de la manivela permitiera que sonasen igual de bien una polca, un vals o un tango. En un mismo cilindro podían registrarse entre ocho y once piezas.

En Buenos Aires se destacaron los organitos (u organillos) de las marcas Rinaldi-Roncallo y La Salvia. Los hermanos La Salvia se adjudicaban haber sido los primeros y únicos constructores locales. Su abuelo habría llegado al país en 1875.



El organito fue un gran difusor del tango a fines del siglo XIX y principios del XX, pues llegaba a un público popular que, antes de la radiofonía, no podía acceder fácilmente a la música. Su sonido sabía además atravesar discreta pero efectivamente zaguanes y ventanas de casas decentes, cuyos moradores eran indiferentes sólo en apariencia a ese tango que aún cargaba con su estigma de música prohibida.

Ya en el Martín Fierro, fundamental poema gauchesco de José Hernández, escrito en 1872, lo encontramos mencionado:

Allí un gringo con un órgano
y una mona que bailaba
haciéndonos rair estaba.


Además de atraer con su música, los organitos eran también augures ambulantes, que predecían la suerte a cambio de una moneda. Aquella dependía del pico de una cotorra, que extraía el vaticinio preimpreso ante la ávida y crédula mirada de la muchacha que entregaba el níquel. En 1965, en el ya desaparecido mensuario Leoplán se publicó un reportaje a un organillero, que dijo llamarse Don Rafael y contó que la llamada cotorrita de la suerte era un invento argentino..., «que (él) poseía 60 clisés distintos para imprimir en los papelitos de colores que sacaría la cotorrita cuando le abrían la puertita. Que era difícil amaestrarlas, pero podían vivir 20 años. Y a los argentinos, sobre todo a las mujeres, había que venderles el destino; si no, no daban un centavo.»

Varios son los tangos que recuerdan a este pintoresco artilugio: “El último organito”, de Homero Manzi, con música de su hijo Acho (la versión grabada por la orquesta de Aníbal Troilo con la voz de Edmundo Rivero es una de las máximas joyas del género); “Organito de la tarde”, con música de Cátulo Castillo y letra de su padre, José González Castillo (la más exitosa versión instrumental pertenece a la orquesta de Carlos Di Sarli, pero existe además un excelente registro cantado por Alberto Marino con orquesta propia); “Organito del suburbio”, de Antonio Bonavena; “Música de organito”, de Manuel Buzón, Osvaldo y Carlos Moreno; “Organito”, de Juan Carlos Graviz, y “Organito arrabalero”, de Ernesto Baffa y José Libertella.

Además de los dos tangos mencionados en primer término, resulta de especial interés “Cotorrita de la suerte”, con música de Alfredo De Franco y letra de José de Grandis, que construye un melodrama en torno del organito.