Por
Rómulo Berruti

La ñata contra el vidrio (algunos bares del cine argentino - Primera parte)

uenos Aires, amasada con gente de muchos países, tamizó costumbres y tradiciones para su crecimiento vertiginoso. Los inmigrantes reprodujeron aquí muchas de las condiciones de las geografías originarias para mantener viva la fragua de sus conductas.

El café y su convocatoria fueron un aporte español, tal vez muy especialmente madrileño. Vivo y activo desde la colonia –cuando su infusión básica era el chocolate- se instaló a fines del siglo XIX como un sitio clave de reunión.

Me tocó en este libro evocar los cafés porteños –algún restorán se colará, sin duda- que fueron refugio sobre todo de la gente de teatro, esos exhibicionistas incurables que al menos en el caso de los intérpretes suelen prolongar fuera del escenario sus voces colocadas y su gestualidad imperativa. Nada más idóneo que ese ámbito para no bajarse del personaje.

Pero allí también los autores competían en erudición, anecdotario y sarcasmo. Como sobrino, discípulo y acompañante desde la primera infancia de Alejandro Berruti, hermano de mi padre y hombre de teatro, conocí esa liturgia del café en vivo y en directo, además de las muchas historias que él me contó.

Conviene aclarar, antes de pasar al listado de los más frecuentados y famosos, que también para la farándula el café fue un templo esencialmente masculino. Aunque en sus mesas era posible ver quizás más mujeres que en otros locales (actrices de cabelleras fulgurantes rubias o pelirrojas con cargada y ruidosa biyuterí que fumaban como vampiros y golpeaban fuerte los dados sobre el mármol) eran minoría. Eso sí, las que iban no armaban grupos femeninos, se integraban de lleno a los de los hombres llevando a esas tertulias la convivencia tan poco formal de los camarines.

Es probable que esta saludable mezcla haya contribuido bastante, al clima poco pecaminoso, hasta más educado y cortés, que los cafés teatrales tuvieron siempre en relación a sus pares del tango, el turf y desde luego, la delincuencia lisa y llana, que también se reunía en torno a esas mesas que nunca preguntan.

LOS INMORTALES
Sin duda el más célebre. También el que partió primero. En 1917 ya no estaba. Pero mientras abrió sus puertas en Corrientes 922 reunió en su amplio salón a toda la intelectualidad argentina. Según varios de los escritores que bucearon en su historia, esta captación de gente de letras fue parte de la estrategia de su gerente, un tal León Desbernats, que vendía ropa en Gath & Chaves y sabía bastante de relaciones públicas. Como lo hicieron tantos en distintas épocas –uno de ellos, el famoso Pepe Fechoría en su restorán de la curva de Córdoba- sectorizar al parroquiano buscando un perfil, puede ser rendidor.

Durante algo más de diez años, Los Inmortales (bautizado así por Florencio Sánchez, el gran dramaturgo uruguayo) tuvo la presencia de los más notorios: Alfredo Palacios, Evaristo Carriego, Roberto J. Payró, Horacio Quiroga, Enrique García Velloso, Eduardo Martínez Cuitiño –que le dedicó un libro a ese café-, Enrique Muiño, Elías Alippi, toda la familia Podestá (fundadora del teatro argentino), Guillermo Battaglia el viejo, no el que consagró el cine, Francisco Ducasse (un galán de gran impacto sobre las mujeres que hacía de esas mesas un papel cazamoscas), Enrique de Rosas (futuro primer actor de la Comedia Nacional Argentina) y muchos más. Hasta la deslumbrante soubrette española La Bella Otero recibía en ese salón encendidas propuestas eróticas a veces colocadas dentro de un estuche donde enceguecían los diamantes.

LA BRASILEÑA
Maipú 238, entre Sarmiento y Cangallo –hoy Perón-. Aquí el polo imantado era la mesa del fogoso escritor anarquista Alberto Ghiraldo, una especie de mosquetero de afilados bigotes y melena leonina, que también estrenaba obras teatrales además de sus artículos inspirados por Bakunin, el faro de aquellos libertarios. Entre los clientes de este café militaban también los que no pensando como anarquistas simulaban serlo, porque otorgaba una aureola romántica. Y asimismo, cruzaban a la vereda de los impares quienes por el contrario, no querían hacer pública su condición. Una figura de gran renombre de La Brasileña fue Rubén Darío. Otra, el prestigioso intelectual Ricardo Rojas, quien acaso tomó de esa atmósfera ghiraldiana el temple batallador puesto al servicio del Partido Radical.

EL TELÉGRAFO
Café teatral por antonomasia. Heredó la clientela del Apolo, homónimo del teatro donde brillaron tantas figuras populares, desde los hermanos Ratti hasta las comedias en verso del autor Germán Ziclis. Como todo reducto ubicado junto a un teatro, el cerrado Apolo dejó mucha gente farandulera buscando donde anclar.

El Telégrafo ocupaba la esquina sudeste de Corrientes y Uruguay. Muy pronto otras dos salas cercanas, Cómico y Smart, le dieron por su parte generosa concurrencia. La primera, capitaneada por Lola Membrives, la otra por Blanca Podestá (luego ambos teatros llevaron esos nombres).

Los de este café eran habitués muy fieles y raramente iban a otro. Porque eran amigos de mi tío Alejandro más tarde conocí a varios ilustres de esa casa: el autor Luis Rodríguez Acasuso (de rostro adusto y muy formal, aseguraba saber de todo: medicina, arquitectura, astronomía) era el dramaturgo preferido de Blanca Podestá. Alberto Novión (notable forjador de grotescos). Alberto Vacarezza (genial sainetero) con su voz estentórea me prometió un verso para lucirme en el colegio y cumplió.

También hacía tertulias en El Telégrafo Florencio Parravicini, el bufo que llevaba sus transgresiones hasta límites a veces escandalosos: allí se despidió un poco ambiguamente una fría noche de 1941 y antes de la salida del sol se voló la cabeza de un tiro.

REAL
Más tirando a confitería que a café, era un salón paquete (mucho mármol, bronces y espejos, el pocillo costaba diez centavos más) y uno de los pocos que prolongó su funcionamiento hasta principios de los sesenta.

Ocupaba la esquina sudeste de Corrientes y Talcahuano y siempre fue para todos “La Real”. Es cierto que convocó tangueros de gran cartel –de Julio De Caro a Aníbal Troilo- pero capturó al mismo tiempo unos cuantos teatreros: Antonio Botta y Marcos Bronemberg (revisteros del Maipo), todos los Serrador: Esteban, Juan, Teresa y Pepita, Milagros de la Vega y su marido Carlos Perelli (amaba los trajes de colores chillones y a cuadros; mirándolo, el adusto Orestes Caviglia desde su mesa sobre Talcahuano musitó: «¡Qué bien le vendría un lutito!...»), Enrique Serrano a veces con su compañera de rubro, Irma Córdoba, tomaba un copetín allí.

EL TROPEZÓN
Restorán. Uno de los más famosos de Buenos Aires, con gran concurrencia de gente importante, entre la cual se mezclaban los teatristas. Tuvo tres locaciones: Callao y Bartolomé Mitre, Callao y Cangallo y por último Callao 248 donde cerró sus puertas para siempre.

Gran salón comedor y excelente cocina lo caracterizaban. No tanto de actores como de autores, allí comían Armando Discépolo, Julio Sánchez Gardel, Pedro E. Pico, Carlos Mauricio Pacheco, Antonio y Arturo De Bassi, Roberto Tálice, Carlos Schaeffer Gallo (según dicen, el galán de los autores) y en su última etapa, Abel Santa Cruz. Uno de los actores más fieles fue Luis Arata y disfrutaba sus pucheros Alberto Closas, cuya mesa compartí muchas noches.

En El Tropezón el autor y empresario español Pablo Bueno –era un engranaje clave de la gran maquinaria comercial de Darío Víttori- hizo gala de su ingenio. Como debía someterse a un régimen bastante severo quiso explicárselo a un mozo nuevo y de pocas pulgas: «Bueno, sí, ya entendí, ¿qué más quiere?» le contestó el camarero con cara de vinagre. Pablo Bueno le preguntó:
-¿Cómo te llamas?
-Alegre...
-¡Tú tienes de Alegre lo que yo de Bueno!

El Tropezón fue también escenario de la angustia del actor español Pedro López Lagar cuando –víctima ya de un cáncer de laringe- intentaba sin éxito relatar los contenidos de una obra que deseaba (y no podía) estrenar.

Otra voz, la de Edmundo Rivero: «Pucherito de gallina con viejo vino carlón», no lo dejó caer en el olvido.