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Por
Ricardo García Blaya

En recuerdo de mi inolvidable amigo Jorge Palacio

reo que es la única vez, desde que estoy en la Academia Nacional del Tango, que el encargo de hacer una nota no provino de él: el querido Faruk.

Estoy escuchando a Carlos Gardel, mientras intento escribir las líneas que nunca hubiera querido escribir.

Ese grandote tierno, mezcla de viejito calavera y shusheta, en realidad era un príncipe que, por culpa de la suerte loca, me hizo su amigo. Por qué no confesarlo, lo admiré y quise mucho, fue un cross al corazón la noticia de su muerte, un nocaut en el alma.



De casualidad estábamos vinculados familiarmente, por el lado de mi mujer y, de un modo extraño, por otros asuntos del parentesco.

En La Academia nos conocimos mejor y parecía que de toda la vida.

Tenía algunos defectos que en él hasta me resultaban simpáticos, como ejemplo, era hincha de Boca. Pero teníamos el mismo gusto en el tango, apreciábamos los cantores con media voz, las orquestas amables de ser escuchadas y bailadas, las mujeres que sentían lo que cantaban, los bandoneonistas que no abrían demasiado el fueye, los poetas profundos y sencillos a la vez, los bailarines que caminan la pista, en resumen, el arte popular.

No era casual, ideológicamente estábamos muy cerca, aunque con algunas diferencias en los últimos tiempos.

Existía entre nosotros cierta complicidad que se hacía patente en las reuniones del consejo, cuando alguna intervención o asunto, nos hacía cruzar las miradas, guiñar un ojo o esbozar una sonrisa.

Fue un tipo tan inteligente que se dedicó al humor, posiblemente, una de las artes más difíciles. Lo hizo con talento, frontalidad, honestamente, con ese dejo elegante de los caballeros de su clase, con la sencillez de los que saben.

Coco, aunque te parezca un poco raro, se cayó una lágrima, pero no te preocupes, no es tu culpa, es mi terco egoísmo que sabe que mañana, cuando suba la escalera de madera, no te encontrará.