Por
Ricardo Nani

ació en la ciudad de Avellaneda, al lado de la capital, su apellido real: Nino. Vale aclararlo porque en muchos textos aparece Nani, curiosamente, el apellido de casada de su sobrina, Teresa Nino de Nani, mi madre. He leído también, que se mencionan incorrectamente las fechas de su nacimiento y de su muerte. Tengo a mi vista la documentación pertinente y son las que figuran en esta semblanza.

A los dos años, huérfana de padre, se tuvo que hacer a la vida sufriendo penurias junto a su mamá y a su hermano mayor. Siendo tan pequeña, con sólo cinco años, podía memorizar melodías, letras de tangos y milongas, música que la atrapaba, era la música de su mundo.

Recuerda haber visto bailar el tango y las milongas en las esquinas de los barrios de mala muerte, como les decían; entre hombres. Su madre la sentaba sobre la falda y le pedía: «¡A ver nena, cantale a la señora», y parece que lo hacía bien, ya que era el centro de atención de los vecinos de la Isla Maciel y el Dock Sud. En las aguas del Riachuelo que antes fueron el deleite de grandes y chicos, había un magnifico balneario, se organizaban pic-nics, la gente se divertía, paseaba.

Eso transcurría durante el día, pero a la noche la zona cobraba otra vida. En las casas con faroles rojos en sus puertas, se escuchaban a los tríos y cuartetos de tangos, eran los burdeles o quecos. Los más conocidos de la zona eran Barrio Chino y El Farol Colorado. Había muchos bordeando el Riachuelo del lado de Avellaneda y fueron cuna de la guardia vieja. Allí, no se podía respirar otra cosa que no fuese tango y pasión.

Virginia se crió en ese ambiente. Comenzó su carrera tomando clases con la profesora Amelia Sordelli. Debutó oficialmente en el año 1927, en el cine Select del Dock Sud, después cantó en el Nacional y al tiempo lo hizo en el Circo de La Boca, donde tuvo como guitarristas a Rodríguez y Pancho Cafferatta, quien le puso el nombre Doris. Cuentan que por aquel entonces, un barco había atracado en el puerto y se llamaba Virginia Doris.

Hoy en día se pueden menoscabar las actuaciones por la Isla Maciel o por el Docke, pero en aquel entonces quien no tocaba y no cantaba tangos allí, no cantaba ni tocaba en ningún lado, no en vano Eduardo Arolas debutó en 1909, en el cafetín La Buseca de Avellaneda. Esa ciudad fue un importante lugar de fogueo para los músicos. Pasaron por la vieja Barracas al Sud: Arolas, Graciano De Leone, Genaro Espósito, José Luis Padula, Ernesto Ponzio, Leopoldo Thompson. «¡Al tango lo fabricábamos en Avellaneda!» –decía Virginia-, eso era real, tan real que si la cosa salía bien, después se podía probar suerte en la Capital, en lugares de paladares más refinados.

Integró un trío con dos guitarristas: los hermanos Gramuglia. Siguió cantando en los clubes de Avellaneda, empezó a tener más notoriedad y, al poco tiempo, llegó a ser la cancionista de la Orquesta La Guardia Vieja, dirigida por Adolfo Pérez (Pocholo). En realidad, era un sexteto compuesto por dos bandoneones, dos violines y dos guitarras. Sin ser habitué del ambiente artístico, llegó a codearse con figuras de la talla de Azucena Maizani, Sofía Bozán, Ignacio Corsini, Ángel Greco, también Jorge Negrete y al maestro Juan Carlos Pugliese. Conoció a los más grandes: Juan de Dios Filiberto, Roberto Firpo, Julio De Caro, Pedro Laurenz, Osvaldo Fresedo, Francisco Canaro, Juan Maglio (Pacho), Agustín Magaldi y al mismísimo Carlos Gardel.

La contrataron en muchas emisoras: Rivadavia, Del Pueblo, Callao, Porteña; en en casi todas, menos en Radio El Mundo. Su repertorio era amplio, con éxitos como “Loca de amor (La loca de amor)”, su primer disco (1934), “A orillas del Plata”, “Desde el alma”, “El aeroplano”, “Un lamento”, “Violetas” y “Quemá esas cartas”.

En 1935 se separó de Adolfo Pérez, el mismo día en que murió Carlos Gardel. En esos tiempos, llegó a tener tanto renombre, que al año siguiente, dio el puntapié inicial en el clásico de nuestro fútbol: River-Boca.

En la inolvidable década del cuarenta, con el resurgimiento del tango, aparecieron infinidad de orquestas e intérpretes. Y esto fue importantísimo para la difusión del género, pero Virginia era de la guardia vieja -como pasada de moda-, sin embargo, no sólo siguió cantando profesionalmente, sino que trabajó con desinterés, ayudando a quienes pudo. No hubo club social o entidad de bien público del gran Buenos Aires, que no haya contado con su ayuda, cantando sin cobrar un sólo centavo para recaudar fondos, incluso a veces, pagando de su propio bolsillo a los músicos que la acompañaban.

Llevó el tango a los que no podían acercarse a él: asilos de ancianos, hospitales, hogares de no videntes, hogares de huérfanos. A mediados de los 50, volvió a la orquesta de Adolfo Pérez y, en 1956, grabó un par de temas más: “Un lamento” y “Violetas”. Ese mismo año, surgió la posibilidad de viajar a Japón, pero Pocholo enfermó y todo quedó en la nada.

Virginia siguió peleándola sóla. Apareció en las primeras audiciones del Canal 7 de Televisión y, a fines de los 60, decidió retirase oficialmente del canto. No obstante, nunca dejó de cantar, ni siquiera cuando el cáncer intentó doblegarla. Luego de ser operada de un tumor, cantaba a capella, sentada en la cama del sanatorio, deleitando a los otros internados e infundiéndoles ánimo y esperanza con sus tangos y milongas.

Otra vez de pie, el 14 de mayo de 1988, recibió la mención Luces de Tango, en el Café Tortoni de Buenos Aires. Allí cantó más de seis piezas acompañada por orquesta. Un par de meses más tarde, su salud desmejoró y muere en su querido Dock Sud. La noticia fue publicada por el diario Clarín, apareciendo tímidamente en la sección dedicada al tango.

Pero Virginia Doris siguió viva en la memoria de su pueblo. En agosto del año 2005, el Honorable Concejo Deliberante de la Ciudad de Avellaneda, a través de la Secretaría de Cultura de la Municipalidad, la nombró Vecina Destacada, Post-Mortem y, el 7 de junio del 2007, mi novela biográfica: El Perfume de Virginia Doris, fue declarada de Interés Municipal.

Virginia Doris sigue cantando.